El prestigiado periodista del New Yorker, Gay Talese, explora —previo consentimiento de experimentado Voyeur, Peeping Tom, mirón, observador o lo que ustedes quieran— el mundo secreto de Gerald Foos que durante 47 años espió de manera formal para su perversión académica propia y sin que ninguno de los clientes del motel de 21 habitaciones que compró (y equipó a su entera satisfacción), el Manor House Motel, en Colorado, lo supiera o siquiera lo sospechara. Y eso que hasta ahí se cocinó un asesinato.

Esta es la premisa fundamental del magnífico documental Voyeur, de Myles Kane y Josh Koury, que acaba de estrenar Netflix (la plataforma a la que han tenido que acudir los fanáticos del documental, en todas sus vertientes, descuidada por la ignorancia rampante de los bucaneros cibernéticos que hace mucho dejaron de ser la tabla salvadora del cine y el sentido común cultural, que antes tan bien manejaban). La perversión documentada y hasta asistida por la pareja de Foos, de alguna manera quiso (y lo consiguió) dejar huella literaria. De ahí la asociación de la deidad periodística y el nada discreto pero cautivador guarro espía y masturbador de ocasión casi diaria que compartieron, además, de un coleccionismo compulsivo y enfermo, por documentar ambos sus obsesiones.

Pero como todo sucede antes de que el artículo del New Yorker se volviera libro exitoso y luego fuera llevado a la hoguera de las vanidades, tanto del escritor víctima de la moda y el regordete octogenario que quiso dejar algo más que un simple relato (pero que lo echó a perder por una mentira nada piadosa) sus verdades se rozan y se confunden en un fascinante relato de la vida extraviada, tanto del periodismo como de la de un tipo de curiosísima apariencia antes y después de su clóset particular. Foos miró y miró a través de falsas rejillas de cada habitación durante años y sus relatos quedaron registrados en la forma de trabajo del aristócrata del periodismo hoy venido a menos, Gay Talese. Nadie sabe para quién espía hasta que se vuelve su confidente.

En otra tesitura criminal más que organizada, el próximo 15 de diciembre se estrenará la segunda temporada de El Chapo, en donde al capo se le llama por su nombre: Joaquín Archibaldo Guzmán Loera y al “Innombrable” también: Carlos Salinas de Gortari. ¿Qué debemos esperar si en la primera vimos en pleno una historia que, de tan real, daba miedo; todo lo contrario que vaciladas profesionales como Ingobernable? Por lo menos continuidad y coherencia.

Paradójicamente mucho le va a ayudar a la serie docenas de tonterías que han salido de la boca de la sobrevalorada Kate de Castillo, mentirosa profesional y mosca muerta a la menor provocación, que sólo quiere llevar agua a su molino. Los que han visto su miniseriecita El día que conocí al Chapo con “imágenes nunca antes vistas” y “mentiras bien montadas y mejor filmadas con ella como la heroína desconocida” la cosa se ha vuelto de risa. De ahí la importancia de que no se nos vaya a corromper El Chapo y se cuente, pero bien contada, su historia.

Por lo menos muchos esperan que su leyenda no acabe en personajes que nada que ver con su aureola maligna, como lo pinta History Channel, o faltas a la moral histórica: sus muchas encarnaciones fallidas para el cine videohomero: El Capo: El Amo del Túnel o El Chema.

pepenavar60gmail.com

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