Quizás el logro más importante de la Cuarta Transformación, a un año de haber triunfado en las elecciones, es el uso generalizado del término 4T. El hecho de que tanto simpatizantes como detractores en los medios, los partidos de oposición y la comentocracia recurran a ese término todos los días es un triunfo cultural para el movimiento que encabeza López Obrador.

No solo es una prueba de la extraordinaria capacidad de este presidente para hacernos hablar en su lenguaje. También es una demostración de que, dentro de la propia sociedad, se conquistó la idea de que hay un antes y un después, que no hay un lugar al que podamos volver, que el cambio es posible. Muchos pensamos que se trata de un cambio en un sentido de mayor justicia social.

De entrada, sería interesante que quienes hace un año auguraban el desastre ensayen una autocrítica. Que nos expliquen cómo es que repetían que AMLO generaría un desastre económico y una ruptura con el sector empresarial, cuando hoy tenemos disciplina fiscal o una inflación más baja.

O cómo es que pronosticaban el fin de la separación de poderes y un gobierno autocrático y hoy vemos incluso a legisladores oficialistas como Monreal o Muñoz Ledo ejercer abiertamente la crítica como parte de un Poder Legislativo que se comporta con más autonomía que en administraciones anteriores.

Dentro de los avances de este periodo están la reforma laboral que permitirá la libre sindicalización, los derechos de las trabajadoras del hogar, la existencia de una política de apoyo a la juventud, el incremento del salario mínimo, la política social que está orientando una cantidad de recursos sin precedentes a programas sociales y el combate a los excesos y lujos del sector público.

En lo político, hay un mayor escrutinio del poder público a través de las mañaneras y otros ejercicios que nos han llevado a una deliberación pública mucho más intensa, una donde estamos discutiendo todo permanentemente. La política ya no es solo una cosa de expertos, ni únicamente de quienes reclaman ser “los inteligentes” para convertirse en una cosa de todos.

Pero los problemas también se han multiplicado. En algunos ámbitos hay una herencia maldita, en otros el gobierno los ha agudizado. El gran talón de Aquiles es una economía al borde de la recesión. No es sencillo revertir décadas de crecimiento mediocre, pero también es un hecho que este gobierno ha frenado la inversión pública y los grandes proyectos de infraestructura —a pesar de los enunciados declarativos— todavía no arrancan.

La violencia no ha logrado reducirse significativamente y el gobierno, más allá de la creación de la Guardia Nacional, no parece haberse tomado suficientemente en serio la necesidad de contar con una estrategia sólida de combate a la inseguridad.

Sabíamos que López Obrador no simpatizaba con la tecnocracia, pero probablemente no contábamos con que el presidente —o una parte de su equipo (?)— parece despreciar también la técnica. Algunas decisiones tomadas a gran velocidad, sin diagnósticos ni una planeación adecuada han sido problemáticas.

La idea de que el sector público está implosionando y la austeridad republicana ha terminado por traducirse hasta en falta de medicinas en los hospitales —cierta o no— ha generado un impacto en la opinión pública que podría perjudicar a la administración.

La política austericida desconcierta, en particular, porque por momentos no sabemos cuál es su objetivo último, la razón del sacrificio. ¿Se trata de reducir gasto superfluo, duplicidades y estructuras ociosas para redirigir recursos hacia programas sociales a la manera de una política redistributiva moderada, capaz incluso de fomentar el mercado interno? ¿O se trata —en una apuesta de éxito incierto— para rescatar a Pemex y convertirlo en una palanca del desarrollo nacional, una de las grandes obsesiones de López Obrador?

@HernanGomezB

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