Cuando los automóviles comenzaron a dominar el tráfico en las ciudades, se apreció la conveniencia de que los conductores avisasen a los demás qué movimiento pensaban hacer en un momento dado. Si iba a girar hacia la izquierda, o si deseaba cambiarse al carril izquierdo, sacaba el brazo por la ventana y apuntaba hacia la izquierda. Si a la derecha, sacaba el brazo y apuntaba hacia arriba. Y listo. Todo mundo se deba por enterado y tomaba las precauciones correspondientes. Un convenio signalético de elemental prudencia que acrecentaba la seguridad colectiva.

Con el tiempo, los fabricantes incorporaron un bracito mecánico que salía del chasis para anunciar esas intenciones. El chofer que iba atrás veía el brazo humano, o el bracito mecánico, y razonaba: “esta persona va a cambiar de carril o va a dar vuelta”, y procedía a cederle el paso. Ya luego, esa señal se incorporó a los “dispositivos lumínicos” de los automóviles, traseros y delanteros, y se decretó que su empleo es obligatorio, so pena de multa.

El Reglamento de Tránsito de la CDMX así lo dispone en su artículo 8 inciso VIII: El conductor debe “Indicar la dirección de su giro o cambio de carril mediante luces direccionales”. Ante ello, quien va detrás, dice el IX, debe “reducir la velocidad para conservar una distancia prudente y permitir el movimiento”. No hacerlo conlleva multa de 375 a 750 pesos y la pérdida de un punto en la licencia para conducir. Aquí es donde se escucha la unánime carcajada.

En México, los tales “dispositivos lumínicos” tienen un nombre ominoso: se llaman “las calaveras”. ¿Por qué? Quizás porque su ausencia o mal funcionamiento, aunque más bien el desdén que merecen, es un preámbulo del estado civil que van a merecer quienes no saben usarlas, o quienes, sabiéndolo, las desprecian o, en su defecto, porque al mirarlas el mexicano promedio lanza el grito tribal “NO RESPONDO CHIPOTE CON SANGRE” para poner en evidencia que así es él y que no tiene por qué sentirse sujeto de ley por un pinche foco con hipo.

Entre los dispositivos lumínicos se encuentran las “luces direccionales intermitentes”. Como su nombre lo indica, sirven para anunciar la dirección hacia la que el conductor va a moverse. Y bueno, en México, en teoría, también sirven para eso, pero antes sirven para otra cosa: para que quienes van atrás se sientan personalmente agraviados y comiencen a disfrutar el placer de castigar a un compatriota razonando así: “NI MADRES SI CREES QUE TE VOY A DEJAR CAMBIAR DE CARRIL O DAR VUELTA, PENDEJO” (o, en su caso, “PENDEJA”).

La manera de conseguir ese objetivo es sencilla: se acelera para bloquear el movimiento, se goza la pequeña descarga de adrenalina y se barritan claxonazos judiciales contra quien cometió la osadía, sobre todo si lleva niños.

Que se tome como afrenta es curioso. Arraiga, sospecho, en la íntima convicción de que conducir un vehículo es una forma de practicar violencia civil o cobrarse venganza por equis causa (de esas que nunca faltan) contra el prójimo en abstracto, ese que por definición nos parece insoportable (salvo tregua por catástrofe). Y claro, pueden ser formas pequeñas de agresión que a veces se gradúan a “accidentes” letales, de esos que matan a unas 30 mil personas sin chiste al año en nuestro país.

De esta forma, un dispositivo que sirve para disminuir riesgos y civilizar la convivencia obligatoria se convirtió en lo más opuesto, a saber, una incitación al peligro, a tomar riesgos innecesarios, al concurso de bravuconadas, a las mentadas de madre con cláxons y vociferaciones o con el signo que se hace enconchando los dedos de la mano (izquierda) y apuntándola hacia el extraño enemigo.

Esta señal —no lumínica, pero sí intermitente— es la única señal de tráfico que todos los mexicanos entendemos y acatamos sin reservas.

Cuando lleguen los autos robot ya sin conductor vamos a sufrir mucho. Mientras sucede esa tragedia nacional, los carros para el mercado local podrían ponerse veristas y agregar luces adecuadas: calaveras con forma de chipote con sangre o de metralleta. Y un gran foco central que señale la intención de zigzaguear a lo bestia. Y ya en el extremo del realismo, el automóvil mexicano podría incluir la direccional que indica voluntad de girar a la izquierda mientras el conductor da un volantazo hacia la derecha.

Igual que los partidos políticos, pues.

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