El impecable desmadre que armó el gobierno de Cataluña azuzó las discusiones sobre el nacionalismo, que además en México se le encimaron a la ritual celebración de “nuestros valores” y “nuestras tradiciones” por las cada vez más impostadas, cucuruchas, hechizas y electorales celebraciones del día de muertos.

En México —escribió Daniel Cosío Villegas en 1923— el nacionalismo fue una exigencia de la Revolución triunfante. Desde entonces, el anhelo de registrar lo “verdaderamente” mexicano corrió al parejo de su explotación política. Se trataba de detectar valores “nacionales” que redituasen beneficios a las causas sociales y políticas. Y claro: lo “verdadero” comenzó a evaluarse en función no de su “verdad”, sino de su beneficio.

Durante las primeras décadas del XX, el Estado y la cultura comenzaron a explotar esas representaciones redituables y las exaltaron hasta convertirlas en dogmas civiles: una emoción nacionalista, por el mero hecho de serlo, necesariamente estaba cargada de Verdad Nacional. Y no fue raro que bandos contrarios pudiesen enfrentarse en una guerra civil, como la Cristera, alegando poseer una verdad nacional superior a la del bando opuesto.

Todo nacionalismo excluye a la nación como un todo y privilegia sólo los aspectos, gestos y emociones que reditúan un beneficio explotable más allá de la cantidad de “verdad” que contengan o reflejen. No hay un depósito de identidad mexicana más potente que el culto a la Virgen de Guadalupe, pero por ser religiosa tal potencia, el nacionalismo no podía emplearla. Ahora, el calendario oficial parece agenciárselas para explotar potencias similares con el día de muertos. Voto mata Constitución.

Las artes posrevolucionarias se entregaron con alborozo a la exigencia del Estado de producir y vender nacionalismo. Los pintores, los músicos y los cineastas se “nacionalizaron” mucho más de prisa que la reticente literatura. Vasconcelos bajó con las tablas de la ley desde la SEP y sus primeros mandamientos continúan vigentes para muchos: hay que escribir para “elevar” al pueblo; hay que hacer arte y letras “accesibles”; hay que inventariar aquello que más nos define como una singularidad.

Fue divertido que las definiciones de tal singularidad dependiesen tanto de la norma extranjera. D. H. Lawrence inventó prácticamente el día de muertos. Einsenstein y su película ¡Viva México! aportaron una estética que Gabriel Figueroa y el Indio Fernández oficializarían después. El nacionalismo comenzó a medir su eficiencia por su exportabilidad, y el nuestro atendió a su clientela surtiéndole irracionalismos a la carta, nostalgias agraristas, buenos salvajes de no malos bigotes y una revolución triunfal sin comunistas.

Como se quejó en su momento Enrique González Rojo (padre): los extranjeros evalúan las letras mexicanas por la cantidad de veces que aparece la pistola de Pancho Villa. México se convertía en uno de los principales marchantes de nostalgia del pasado que tanta demanda tiene en Europa.

Para surtir esa demanda, el nacionalismo mexicano comenzó por arrasar a las regiones sin “calidad de exportación”, los carentes de alto contraste cultural icónico. La elección del charro ululante y vestido de alamares, bajo su sombrero platívolo, fue lógica: no se parece a nadie más. No era lo más mexicano, pero sí lo que, por contraste, más le parecía serlo al mercado foráneo. ¿Extraña que sus gustos terminasen por ser adoptados como propios por los mexicanos mismos?

Hace poco hubo una película de James Bond con un (falso) desfile de Catrinas. El gobierno oportuno lo decretó verdadero y miles participan ahora, felices de retornar a “nuestras tradiciones”. Y sé que la película de moda, Coco (que mucho celebra gente que respeto), hecha en Hollywood, por fin ha logrado descender al verdadero Mictlán. Hace décadas, Jorge Cuesta decía que las verdaderas tradiciones viven por sí solas, pero que a las hechizas hay que fortalecerlas. Es extraño que Hollywood haya venido en nuestra ayuda; es extraño que Pixar amenace con quitarle a James Bond la tarea de educarnos en nuestras “verdaderas” tradiciones.

¡Qué emoción! ¿Quién ganará?

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