Hace unas semanas me referí en este espacio a la singular manera en que, más que hacer historia, en México parecemos preferir los eternos retornos. Evoqué un texto de Octavio Paz (“La política y el instante”) fechado en 1988 en el que el escritor lamentaba el cumplimiento de un vaticinio que hizo en 1981: que la izquierda mexicana hubiese acabado en manos de expriístas que, con objeto de regenerar al verdadero PRI, habían roto con el PRI.

Y bueno, sí, nuestros calendarios políticos, aunque no sólo los políticos, son singulares, por decir lo menos. Ahora, bien entrado el siglo XXI, todo indica que la única forma a la mano para deshacerse del PRI es votando por un neo-PRI, substituir al PRI por un “verdadero” PRI; un PRI previo al PRI primate, un PRI primigenio, un prístino PRI misteriosamente anclado en otra era, una especie de pricámbrico Tata Lázaro, mundo que fue perfecto hasta que cayó el meteorito modernizador en la península Neoliberal.

Cuando escribió aquel artículo hace 30 años, ya enfatizaba Paz la naturaleza más de “movimiento” que de partido político que adoptaba la llamada “izquierda”. Era una anticipación a esos movimientos político-sociales que luego se gradúan a partido-movimiento y finalmente, cuando se alzan con el poder, se consolidan como partido-movimiento-gobierno, si no es que partido-movimiento-Estado.

En todo caso, aquel movimiento de 1988 que se llamaba “neocardenismo” evolucionó —no sin el previo sacrificio de su líder, Cuauhtémoc Cárdenas, o lo que algunos consideran la usurpación de su liderazgo a manos de López Obrador— hacia su avatar actual, el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena.

Es interesante el nombre de ese avatar. El nombre Movimiento de Regeneración Nacional no es tan confesadamente extraño como el nombre del Partido Revolucionario Institucional, esa contradicción en los términos, tan inimaginable como el famoso triángulo redondo.

Y sin embargo no carece de misterio. No voy a gastar salvas en la connotación guadalupana, tan obvia. Más allá de eso, el cambio de LA inmóvil Morena en EL agitado Morena enfatiza la naturaleza elástica y mutable del “movimiento” sobre el excesivamente sólido concepto de “partido”. Al bautizarlo “movimiento” amaina la estrechez y sujeción a un programa partidario; una fijeza que se disuelve en el impulso de un movimiento que, por lo mismo, es tan abarcante y versátil como sea necesario. Puede no haber programa, como en otros partidos, pero hay un movimiento que, mientras solidifica en programa, puede acoger a cuantos estén en movimiento o tengan, por lo menos, el ánimo de moverse. El concepto, inevitablemente, llama también a una asociación con los “partidos-movimiento” que llegaron al poder en algunas repúblicas hermanas (Ecuador, Venezuela, Bolivia y Nicaragua). Otra ventaja de preferir “movimiento” a “partido” consiste en que aporta una coartada continua: cualquier falla o error se deberá a que, por definición, un movimiento se está moviendo.

El centro del nombre del Morena no es menos interesante. Regeneración, para un mexicano medio que pasó del guadalupanismo a la ilustración, evoca de inmediato al célebre periódico anarquista de los Flores Magón que apareció en 1900 y se acabó hace exactamente un siglo.

Hay otros para quienes “renegeración” es un concepto de amplio espectro que denota lo mismo a los procesos biológicos que a los teológicos; que evoca lo mismo a los geckos y a los ajolotes que al “volver a nacer” de los evangelistas (de ahí que no haya rareza en que el magonismo tuviese su lado clerical). Y para otros más, como los historiadores de las ideas, es imposible no recordar que “regeneración” es un concepto que retumba y suena en el ideario fascista de Roma, Berlín y Vichy, y de manera mucho más reiterada, me temo, que en el discurso leninista del “hombre nuevo”, ese ascetismo regenerativo que tanto emocionaba al Che Guevara.

Más allá de esas connotaciones que acuden en tropel a la mente, hay otra que me regresa al citado escrito de Paz: le pareció que el avatar neocardenista de la izquierda, movimiento esencialmente populista y fiel devoto de la idea del Estado como el “Gran Capitalista”, el único legítimo —como parece serlo para su hija Morena— condensaba una peculiar nostalgia, la del patrimonialismo mexicano de la década de los años 30: “una nostalgia o, más bien, un arcaísmo que no sabe que lo es”.

Y sin embargo, tras esa confusión, Paz repara en que hay “algo más y más entrañable: gente, mucha gente, que ha perdido la paciencia, no la esperanza. Merece ser oída”.

Ya se verá.

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