La figura más pública del gobierno en materia cultural, el escritor Paco Ignacio Taibo II, celebró hace poco lo que a su parecer es el advenimiento de la libertad de los escritores para decir lo que piensan con las palabras que les venga en gana. Fue importante.

Con una frase más memorizable que memorable (“metérsela doblada” al oponente), subió la vara para medir la libertad de expresión muy por encima de los cada vez más bajos límites de los inquisidores de lo bienpensante, las policías académicas y los pululantes jurados que asestan sentencias a la literatura “incorrecta”.

Celebré que la Voz de la Cultura en el naciente sexenio postulase, con el ejemplo, una nueva, libérrima “normalidad” expresiva. Aunque junto a eso deploré que esa misma Voz adjudicase tan alto logro al Primer Mandatario, Ciudadano y Licenciado Andrés Manuel López Obrador, gracias a cuyo triunfo —como declaró Taibo— “nos ganamos el derecho de llamar a las cosas por su nombre: los ladrones, ladrones; los enmascarados, enmascarados; los culeros, culeros”.

Más allá de que se arrogase la facultad de juzgar quiénes son enmascarados y quiénes culeros (algo que puede hacer como escritor, pero no como funcionario), me apenó que por exceso de devoción (o de ignorancia) Taibo adjudicase ese “derecho” a una dádiva presidencial y que soslayase que tal conquista fue resultado de las largas, penosas y desiguales batallas que han dado muchos escritores y editores mexicanos honestos y valientes.

Se recordará el combate que, en 1932, libraron contra el Poder Judicial (en realidad contra el presidente Calles) los escritores de la revista Examen, que dirigió Jorge Cuesta, perseguida porque Rubén Salazar Mallén osó utilizar 16 palabras altisonantes (como “chingada”). La batalla culminó con el triunfo de los escritores sobre el artículo 200 del Código Penal y las severas penas contra quien escribiese “obscenidades”. (Escribí un libro sobre esto: Malas palabras, que publicó Siglo XXI Editores.)

Otro Primer Mandatario, Díaz Ordaz, en 1967, apeló con intermediarios al mismo artículo para castigar el libro de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, y defenestrar a Arnaldo Orfila, que era director del Fondo de Cultura Económica (FCE). Los escritores “revolucionarios” (de entonces) celebraron, tomaron posesión del FCE, y arrimaron su catálogo a la simpatía con el régimen. Orfila, hombre libre que sabía que ese libro iba a irritar, pagó con su despido y salió a fundar la editorial Siglo XXI Editores.

Así pues, la lucha por la libertad para decir y escribir lo que se quiera es muy anterior a la llamada “Cuarta Transformación”. Adjudicar esa libertad a la efeméride del Primer Mandatario es una falta de respeto a los escritores de México y, desde luego, a su historia.

Volviendo a la frase memorizable de Taibo, fueron muchas las personas, y hasta políticos, que manifestaron su reprobación, toda vez que escucharon en ella indicios suficientes de que, para quien la emitió, puede ser correcto imponerse sexualmente sobre otra persona y aun ufanarse de ello.

Cuando hasta el Primer Mandatario le ordenó ofrecer una disculpa, revivió la extenuante batalla por la libertad de expresión. Presumiendo que la ejercía, gracias a una dádiva del Primer Mandatario, el escritor había dicho lo que quiso. Y ahora el mismo Primer Mandatario le exigía retractarse. ¿Quién ganaría? ¿El escritor orgulloso de su libertad o el prospecto de funcionario? ¿La libertad o la censura?

Fueron horas interesantes. Supongo que el editor que aspira a publicar ediciones baratas de la poesía de Francisco de Quevedo, para que la disfruten los jóvenes en los barrios, habrá recordado la “Epístola” contra la censura que escribió aquel blanco-europeo-heterosexual-colonizador-misógino en el XVII, la que inicia: “No he de callar, por más que con el dedo/ ya tocando la boca o ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente…?”

Aposté a que Taibo sería espíritu valiente y no acataría la orden de callar. ¡Qué maravilla: un sexenio sin censura, sin la sumisión a las normas del buen decir, al neoManual de Carreño de la corrección política!

Y perdí. Prefirió callar y obedecer (si bien con maña astuta, pues se limitó a “lamentar” lo que dijo, como si lo hubiera dicho otro). Al claudicar, Taibo optó por desdecirse de su propia libertad. Y, peor aún, marcó los modos que prevalecerán en el sexenio…

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