¿La multitud es el infierno? Sí, sobre todo para los individuos que no requieren de un público para existir y ser alguien. La aglomeración de carne parlante y el acoso constante de la opinión expresada a gritos se imponen a la sabia tranquilidad. Elias Canetti escribió que la tendencia más profunda en la naturaleza de F. Kafka fue la de hacerse cada vez más liviano, más pequeño y callado hasta desaparecer. No me parece que este sendero hacia la discreción represente la necesidad de un ser enfermo, marginal o atribulado. Al contrario, creo que un deseo semejante hace evidente el atinado pudor de cualquiera que viva en una comunidad escandalosa. En Kafka la gritería y el berreo de los niños paralizan toda posibilidad de creación, de circulación de la sangre: sus nervios estallan, se estrangulan empujados por el ruido anómalo, y este hecho lo lleva a desear vivir en un sótano desolado. Y es que los niños, para Kafka, no representan el sosiego o la calma de la eternidad o el horizonte de una vida más prudente, sino la prefiguración de los adultos bocones y llenos de rencor y proyectos que incluyen la exterminación espiritual del resto de los humanos. Los pequeños demonios taladran los oídos de un hombre que desea silencio. Pero, insisto, no son los niños quienes molestan a Kafka, sino su destino de adultos vociferantes, de lacras sonoras. “Llevamos buena parte de nuestras vidas en medio de los amenazantes empellones de la multitud, enormes presiones de cantidades de seres se oponen a nuestra necesidad de espacio y de intimidad personal.” (George Steiner, En el castillo de Barba Azul). A tales inclemencias nos ha llevado la desquiciada producción industrial y tecnológica de los dos últimos siglos concentrada en las urbes y en las ciudades. El barullo desmedido de los bárbaros y la absoluta incapacidad de los gobiernos por comprender que el ruido es contaminación pura y que su consecuencia normal es el desquiciamiento, la intranquilidad y el himno marcial de un estado de guerra sicológico. Tal atrofia gubernamental es el mayor obstáculo para la convivencia pública. Los terremotos causan daños visibles y mesurables, pero cada vez que escucho el ruido incesante que emerge de las bocinas soldadas a una camioneta anunciando por medio de alaridos y voces lloronas e insoportables la venta de plátanos, helados, cremas, y la compra de chatarra y porquería de cualquier clase, experimento un terremoto mental, un sismo que sacude el silencio necesario para medio vivir. Como un ingenuo y pastoril escritor me he quejado en este diario al respecto, pero al no ser yo una estrella de futbol, ni un político connotado (¿es eso hoy en día un insulto; político connotado?), mis observaciones se toman como una anécdota más. Aquejado por por un calambre de ingenuidad y debilidad me he dirigido alguna vez desde esta columna a la delegada en cuestión (Miguel Hidalgo) y a las “autoridades” pertinentes para ver si es posible que hagan a un lado su afición al futbol, a su grilla pueril, a sus comidas politiqueras y consideren la afrenta de ruido callejero como un atentado a la capacidad de convivencia tranquila, sosegada, mesurada que ofrece a las personas una dádiva de silencio para que logren pensar, dormir, leer o hacer su trabajo cotidiano sin reparar en los mugidos de las bestias humanas. ¿Que mis palabras son ofensivas? Frente a la ausencia de respuesta de los gobiernos en turno, no me queda más que lanzar mentadas al aire, convertirme en ruido para, de esa forma, neutralizarlo. ¿O acaso me he convertido en un viejo rabietas? No, roñoso ya era desde niño y gritón nunca fui. Mi quejumbre actual tiene que ver con la reflexión acerca del estado civil, sicológico y político de las grandes ciudades actuales. No tienen remedio; el ruido es el canto funerario de su progreso (qué ironía que la calle en que yo vivo se llame justamente así: Progreso). Les sugiero leer el artículo de Guillermo Sheridan escrito en EL UNIVERSAL y titulado El ruido de la patria espeluznante (http://www.eluniversal.com.mx/columna/guillermo-sheridan/cultura/el-ruido-de-la-patria-espeluznante). Durante un momento detengan su pasión por atender al chisme político y la ignominia criminal y deportiva y concéntrense en la construcción del espacio, de la esfera (como la llama Peter Sloterdijk), del útero civil que los contiene. La capacidad que tienen mis paisanos para soportar el ruido es proporcional a la que tienen para tolerar a los gobiernos inútiles y a la ruindad política y financiera. En fin, me voy con mi ruido hacia otra parte. Kafka ofrece una fiesta sórdida y paradisiaca en el más allá.

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