Aguardaba a que el semáforo peatonal me permitiera continuar adelante. Antes de que ello sucediera una joven se dirigió hacia mí con el propósito de darme un abrazo. Me espetó, desde la hondura de su sonrisa hueca: “¿Me permite darle un abrazo?” Ya había sido presa, antes, de estas acciones de amor fraterno que un grupo de personas suele ofrecer a los peatones con el propósito de rescatarlos de su negro humor cotidiano, de su desesperanza y menudeo trágico. Le respondí: “No necesito que sea usted precisamente quien me abrace. No haga mi vida más miserable y déjeme en paz”. Fui poco gentil y mi grosería tuvo respuesta: “No se enoje, señor, sólo quería hacerle el día más agradable. No somos extraños, vivimos en una misma ciudad.” Evité responder a sus palabras —era joven y no merecía recibir un jab de amargura— y comencé a caminar entre los autos en movimiento corriendo el riesgo de ser atropellado. El abrazo de esta joven cachetona me había lanzado de bruces a un suicidio no solicitado. Es sencillo inferir el propósito de tales acciones urbanas y cursilentas, pero lo que resulta difícil descubrir es que a fin de cuentas son propuesta feas, pues sólo poseen un efecto de complacencia en quien las lleva a cabo. Tales acciones se parecen a los nudges (buenas acciones sostenidas en la filosofía de los pequeños cambios) propuestos —entre otros— por Richard H. Thaler, premio Nobel de Economía 2017. ¿Por qué afirmo que son propuestas feas? Porque son arrebatos líricos que ensucian el paso, la vista, el horizonte. Son “contaminación amorosa” e insustancial.

Y ahora doy un salto en apariencia absurdo: los partidos políticos adolecen del mismo defecto: se han convertido en ensaladas banales y heterogéneas, desarreglos florales y reuniones de postín y croqueta, de lodo y mostaza. Todo cabe dentro de ellos: banqueros y repartidores de pizza, doctores en economía y choferes, criminales y futbolistas, financieros y parientes de cualquier clase. ¿Es ello señal de democracia? No, por supuesto. Es consecuencia de que ciertos grupos —ellos sí fundamentados y unidos por intereses claros y privilegios evidentes— han acentuado su poder a partir de la banalización de la política y de su desintegración como forma de acción y comprensión de la vida en común. En consecuencia, los partidos políticos resultan feos a la vista o visión ética y estética de los seres humanos más atentos e individuales. Carentes de una ideología precisa y de raíces francas, detenidos en algún rincón nebuloso del siglo pasado estos partidos representan el gesto, el símbolo decaído, el grito entre bostezos, el anacronismo vil. Su nueva imagen tiende al manierismo y a propagar la burla hacia cualquier idealismo social. ¿Por qué —pese al abstencionismo— continúan siendo populares? A causa de que explotan y estimulan el deseo humano de pertenencia a alguna entidad, causa, equipo o tendencia. Son el lugar en el que se reúne la porra para desfogarse y lanzar consignas y gritos de batalla, para alardear de su poder y así darle cauce a su resentimiento y a sus enojos. Su finalidad es anular el poder de la convivencia inteligente; el alboroto en vez del movimiento. Representan el ataque en lugar de la conversación política: el ataque da votos y promueve el juego y el juicio desfogado; la conversación aburre y confunde a quienes están acostumbrados a ver en la pantalla el juego entre dos o tres bandos.

Voy a citar a Bukowski (aunque parezca un gesto disparatado) cuando en una entrevista dijo: “Soy muy cauto en eso de amar la vida, porque si comienzo a amarla, puede burlarse de mí. Así que voy con mucho cuidado. Sigo observándolo todo.” ¿Qué resta hoy más que practicar la prudente desconfianza, la observación, la cautela y el juicio precavido, el afianzamiento individual, el ejercicio de pensar y de conversar sin odio y con provecho (les sugiero una obra arcaica que se escribió a principios de la era cristiana, pero que es ideal para practicarse en el siglo XXI en México. Se titula Cómo sacar provecho de los enemigos, y la escribió Plutarco, de muy buena fe). ¿Qué propongo? Nada nuevo: confiar (siempre con reservas) en los individuos —no en las multitudes ni en los partidos políticos convertidos hoy en caricaturas y en pizzas hawaianas— y en los pequeños grupos, exigir pruebas de su honestidad, deseo de servicio y de su afán por restablecer la comunión y la discusión pública; confiar en las personas y en sus actos, pelear en la calle y descreer de quienes nos prometen el paraíso desde la cuna de sus privilegios, todo esto antes de que el aumento de la criminalidad vuelva —¿se ha ido?— a tomarnos como rehenes. Antes de que los repartidores de abrazos en las esquinas nos estrangulen con su gesto absurdo y amoroso. Prefiero ser asaltado a que me den esa clase de abrazos pazguatos y despistados.

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