Lo que une a Philip Roth (Nueva Jersey; 1933) con sus lectores es un sentimiento inusitado y poco común en la literatura: la amistad. Si de algo estoy cierto es que la vida es tacaña en este aspecto, y que la amistad se presenta como un milagro inesperado o como la consecuencia de una construcción accidentada y paciente. ¿Cómo puede forjarse un lazo tan consistente con un escritor a quien no se conoce en persona? Se forma a partir de un tenue sacrificio —la lectura— que el tiempo convierte en complicidad y en habitación. Dejo aquí al margen a los escritores que han creado sólo dos o tres obras pues, a excepción de casos notables, no se traba amistad con los libros, sino con los escritores, y a éstos no los conoces sino hasta transitar a lo largo de sus historias, reconocer su voz y temperamento, y sufrir el tránsito de un camino accidentado que incluye tropiezos, aciertos y excepciones. Los libros son cosas, cartas para los amigos, pero los escritores son personas y ello los torna susceptibles a la amistad.

Roth no descansaba, no sabía cómo hacerlo, su mente hilaba y enredaba todos los acontecimientos que alguna vez lo perturbaron en vida: sus libros le entregaban una fábula que se añadía a su vida tornando ésta en una arena movediza (como lo hace notar en Engaño; 1990). Escribir una buena novela es un milagro, una vicisitud extraordinaria; escribir veinte o treinta obras es el resultado de un oficio indudable y también la edificación de una epopeya. ¿Quién podría negarse a aceptar que estamos ante la presencia de un escritor legítimo? El número de las novelas que Roth escribió es aterrador, más no debido a la cifra (como en el caso de Georges Simenon), sino a la calidad imaginativa y a la vasta curiosidad, nerviosismo y minucia con que trataba cualquier tema.

Sin la menor preocupación puedo decir que las obsesiones de Roth estuvieron ligadas a la decadencia o caída del ser humano, al origen, al sexo, a la identidad judía, a la vida cotidiana de la clase media, a la infidelidad y a las paradojas del poder estadunidense. Es posible que parezca un retruécano, pero a Roth podría describírsele como a un extremista mesurado, o como a un escritor prudente que corría todos los riesgos posibles. El adolescente temerario y lujurioso que vive la experiencia sexual como un martirio, un impulso irrefrenable y un descubrimiento barroco y patético, en El lamento de Portnoy (1969); una novela en la que Alex Portnoy, el personaje que da lugar al monólogo introspectivo, propone también en sus páginas el dibujo de la madre judía entrometida, manipuladora y autoritaria. Un monstruo materno que convierte al marido en un niño más de su familia. Cómo olvidar al personaje de El teatro de Sabbath (1995), el viejo titiritero Mickey Sabbath que transforma su agónica madurez en el juego depravado y lujurioso de un adolescente. La vejez carece de sentido si se le comprende como la mera consecuencia de los años acumulados: la edad avanzada extravía su rango de sabiduría si el hombre no vuelve a pervertirse y a transformarse en el niño guiado por sus impulsos sexuales, irreprimibles, veta de placer, sabiduría y dolor. En esta obra, Mickey Sabbath, ya en el ocaso de una vida colmada de excesos, piensa que al suicidio no se llega por la pomposa exhibición de odio hacia uno mismo, ni por venganza, humillación o desesperación, ni siquiera por efecto de la locura: el suicidio es consecuencia de la comicidad, de una sarta de chistes que hilvanan y representan la vida de una persona. Sabbath cree que para todo amante de las bromas el suicidio es indispensable y natural.

Trabar amistad con Roth es sencillo; la ambigüedad literaria que se da entre su propia vida o biografía y la ficción nos mantienen en un territorio emocionante en el que la objetividad misma se pone en juego: ¿quién es quién?, o ¿quién es qué?; el miedo y la especulación paranoica (La conjura contra América; 2004) se combina, en la obra de Philip Roth, con el relato íntimo y personal (Patrimonio: una historia verdadera; 1991); tal dicotomía o ambivalencia le pide al lector compañía, comprensión y lo empuja a mantenerse despierto. Roth llega a ser brutal en las descripciones que hace del prejuicio retrógrada estadunidense (Cuando ella era buena; 1967), y de la política burda y marrullera de la cual se mofa a sus anchas (La pandilla; 1971); e incluso llega a burlarse de las minucias inútiles de ciertos rituales judíos y de la obsesión de sus paisanos por la ortodoxia religiosa. A los escritores que han creado una obra extensa se les crucifica loando en demasía alguna de sus novelas; en el caso de Roth su obra más celebrada es Pastoral americana (1997); pero, en mi opinión, tal es simplemente un juicio cómodo y holgazán; una manera eficaz y astuta de deshacerse del resto de su obra. Lamento su muerte, me complace que no haya obtenido el premio Nobel, ahora convertido en una agencia de equidad étnica y políticamente correcta. Pierdo una compañía y una amistad a distancia (el hecho de que existan ciertas personas es confortable). Me quedan sus libros; y a ellos volveré.

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