Esta noche de viernes tendría, por motivos personales y de amistad, que estar en la fiesta o celebración del fin de rodaje de la película ColOzio, dirigida —o más bien, creada— por Artemio, ese artista que admiro y de quien ya he escrito en esta columna. Pero no fui porque deseaba escribir lo que ahora leerán, en estado vertebral y dueño de mis odios y de mis limitaciones. Comenzaré citando a un escritor indefendible (¿savoyano?), pero dueño de una escritura y estilo tan bellos e impredecibles como sólo puede exhibir alguien que no puede ser definido: Joseph de Maistre (1753-1821). Este hombre, nacido en el siglo socialista y humanista por antonomasia, no creía en ustedes, habitantes del siglo XXI, ni en su deseo de mejorar o crear una sociedad más confortable. Creía que los seres humanos están seducidos por la irracionalidad, el exabrupto, la locura y la ausencia de libertad inteligente, es decir, una libertad planteada, mesurada y comprobada desde la razón y la prudencia histórica.

La mentira, el despropósito, la tontería, lo impensable resultaban, en su opinión, necesarios para que las personas pudieran seguir de pie en esta vida y tuvieran un propósito misterioso para vivir. Sólo la estupidez tiene éxito y adeptos, sólo ella convoca prosélitos y aplausos. Apenas alguien propone una teoría, solución o estrategia cuerda y bien diseñada nos deprimimos, decepcionamos y corremos en sentido contrario. Sé que esto les sonará deliberadamente trágico o literario, pero yo lo he comprobado a lo largo de treinta años en que la mesa de mi casa ha albergado a las personas más disímiles, extravagantes, contrarias en sus ideas, clase social y edad. Hablo por pura desastrosa experiencia. Cada uno reclama para sí el sujeto absoluto, la diatriba mayor; si bien conversan y son cortesanos o amables se odian entre sí. Quieren ser los únicos poseedores de una realidad anímica; de una palabra. El resto de personas les resulta sospechoso; no quieren coincidir ni ponerse de acuerdo. Atacan la condición social de su vecino de asiento, sus estudios, su singularidad, su “papel” en la sociedad. Si concordaran en ciertos principios o a priori críticos, prácticos o sociológicos sería su fin y su caída, su asimilación a la razón, su rendición: viven y pelean porque son desgraciados y eso no se encuentra en duda. Les seduce aumentar y alimentar el misterio, el absurdo, la contraparte. Hay un momento en que sus sonrisas plenas de satisfacción no denotan el acuerdo o el asentimiento, el pacto o la concordancia, sino que execran la armonía y les causa una felicidad inexplicable no ponerse de acuerdo y continuar viviendo en el lodo. El infierno les pertenece y cada quien aviva su llama: avivan esa llama con la puesta en escena de su drama (lo único que en verdad les pertenece y les otorga un lugar en el mundo). Es probable que exagere y que en esta época en la que cada quien tiene un horizonte ético que dibujarnos, mis palabras resulten vacuas o altisonantes. Pero hay que aceptarlo; nadie quiere vivir mejor, no saben qué es eso, saben cómo habitar la tragedia, el crimen, el asesinato, la lucha social inocua. Voten por partidos, personas, dioses, pero reconozcan que sólo les seduce el fracaso. La víctima tiene un papel importante en el drama social, y sin esa discordia constante carece de un papel real. Les ruego que me perdonen esta columna, consecuencia de haber releído a ese loco, Joseph de Maistre, y asentir sus opiniones radicales y pesimistas. Por un momento he creído en cada una de sus palabras. Nadie quiere organizarse racionalmente, equitativamente utilizando un lenguaje común. La nubes negras son el sustituto del sol socialista, de la utopía moral. Estamos mejor que nunca y si bien la mesa no es como la cama, si nos da noticias de nuestras limitaciones verbales, históricas y democráticas. ¿Qué es mejor que el futuro destruido e indominable? Al menos en la cama no hay verdad que ocultar y todo marcha tal como lo temíamos. Efectivamente, debí haber asistido a la fiesta del viernes en la noche.

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