Hace diez años fui invitado a Augsburgo, Alemania, para participar en una charla durante el Festival Bertolt Brecht. Acepté porque me ofrecieron quinientos euros (muy buenos, para mis queridas Franziskaner), y porque no conocía la ciudad donde había nacido el dramaturgo y escritor alemán en 1898 (el sábado próximo se celebran —yo al menos lo haré— los 120 años de su nacimiento). Llegamos, Yolanda y yo, a la antigua ciudad bávara un mediodía agradable y soleado, y aunque me encontraba de pésimo humor me alegró, durante mi primer paseo por sus calles, descubrir a unos adolescentes que bebían, al lado de sus padres, tarros de cerveza en el atrio de una iglesia. La conversación, durante la tarde, fue emprendida en compañía de dos editores de publicaciones alemanas —Die Zeit, el famoso semanario, una de ellas— y ante un público común, no especializado o experto en ciencia alguna, sonriente, y dispuesto a escuchar lo que llegara a sus oídos. En mi participación intenté —ingenua postura romántica— llevar algo del espíritu de Brecht y me dediqué a recitar varios de los pasajes y párrafos más hirientes y sabios y críticos de su obra, de tal manera que mi traductora —una joven chilena— se negaba de forma rotunda y mojigata a traducirme; y me aconsejaba: “El público va a ofenderse”. El quid de mi postura era, como debía esperarse, no revelar el nombre de Brecht y hacer pasar sus palabras como las mías. Al final quedé mal con todos, pues pensaron que estaba yo ebrio y loco (comenzando por los señoritos cultos de Die Zeit) y seguidos por un público que Brecht odiaría, quiero pensar, y al cual intentaría despertar de su somnolencia acrítica y de su comodidad burguesa (yo utilizo esta palabra con mucho cuidado, pues significa hoy en día demasiadas cosas). Al final del número se me aproximó un joven y me dio un abrazo; me dijo: “estabas citando a Brecht, nadie se dio cuenta. La gente aquí sólo viene a divertirse”.

Las obras de Brecht se prestan, si se leen desde la horca de un prejuicio arraigado, a interpretaciones disímiles entre sí, e incluso pueden llegar a convertirse en banderín de una rebeldía ornamental y dar así lugar a su contraparte: la paranoica hoguera. No obstante ese peligro, es la actual una época adecuada para destilar el espíritu o la rebeldía y autonomía de Brecht. Perseguido por el nazismo, reacio a la guerra —a la que consideraba estúpida y promovida sólo por locos e interesados en lucrar con ella—, crítico de los negocios sucios y de la vida acomodada que convivía con la indigencia de la población, enemigo de la conformidad vacuna y de la militancia sin juicio, fue, como sabemos, obligado por sus acosadores a vagar por diversas ciudades en Europa (también Estados Unidos) hasta volver, finalmente, a Berlín del Este. Sus obras son espejo de su inconformidad: Un hombre es un hombre; Madre coraje y sus hijos; La vida de Galileo (esta última influyó en el pensamiento de Paul Feyerabend, como él mismo lo afirma y hace notar en su vocación de anarquista y relativista científico), son obras apreciables y actuales.

He querido recordar a Brecht, porque veo los restos de este país cada vez más dispersos y disueltos en la tontería mediática y en un vida doméstica vulnerable. La noción que los gobiernos de casi cualquier extracción “política” poseen de las artes y la cultura no es la de que éstas son detonantes del pensar, conocer, criticar e informarse de lo general, sino que más bien representan una nebulosa artificial que los gobernantes no comprenden del todo; es decir se comprende a las artes y a la cultura (así, reunidas en un amasiato extravagante artecultura) como un estorbo necesario que debe expresarse sólo en ocasiones especiales o decorativas. No es extraño que en administraciones públicas provenientes de cualquier “ideología” (allí donde la política es rebajada a peleas de gallos) se desdeñen las artes en general o porque se les considera de una utilidad menor o, por el contrario, debido a su habilidad para estimular la conciencia crítica. La reducción continua del presupuesto a dependencias de índole cultural como Educal, empresa necesaria en el tráfico de libros en el país, y otras, son muestra de testarudez legislativa y administrativa al respecto. ¿A dónde va el dinero supuestamente ahorrado luego de tal hurto social? Me atrevo a decir que hoy en día las artes son los únicos hilos que sostienen una noción de pacto social y de país. Y que los artistas e intelectuales —aunque disientan en sus opiniones— están creando un consistente tejido colectivo, en vez de crear identidades primitivas vía el espectáculo, el circo y el arreo de opiniones manipuladas. Brecht escribió (dos de sus sentencias más conocidas): “Desgraciado el país que necesita héroes”. Y también: “Robar un banco es un delito, pero más delito es fundarlo”. Entre ambas aserciones nos enlodamos cada vez más: la promoción de héroes que nos salvarán de la desgracia y la voracidad financiera sin control que se expande en un horizonte despejado. En medio: la neblina y un país que se dispersa.

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