Mientras ustedes leen este texto, queridos lectores, en Venezuela se lleva a cabo una elección que bien podríamos calificar como una farsa, una simulación. El gobierno de Nicolás Maduro tiene un control férreo sobre los medios de comunicación, ha encarcelado o forzado al exilio a sus más destacados opositores, y a pesar de (o gracias a) la terrible crisis económica y de abasto que sufre el país tiene la capacidad de chantajear, literalmente, a los votantes con promesas de víveres o suministros básicos.

No obstante todo lo anterior, no obstante las múltiples denuncias de fraude en la pasada elección y el boicot anunciado por la oposición agrupada en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), este domingo se presentan dos candidatos opositores que han hecho campaña y que podrían, si no ganar, al menos desnudar la vulnerabilidad del gobierno y la candidatura de Maduro.

Si cualquiera de los dos, ya sea el predicador evangélico Javier Bertucci o el alguna vez chavista y después integrante de la MUD Henri Falcón logra romper la barrera sicológica del 20% de la votación en esas condiciones tan desiguales, habrá dado un severo golpe a la imposición de Maduro.

Hay para mí varias lecciones en el proceso venezolano. En lo inmediato, un sector de la MUD decidió que el boicot era la respuesta adecuada a un proceso electoral viciado de origen. Falcón en cambio argumenta que hasta a una dictadura se le puede ganar en las urnas y cita como ejemplo el referéndum que terminó con Pinochet en Chile. Es decir, según esto, sólo se gana la democracia por las vías de la democracia, por obstruidas que estén. Habrá que ver quién tiene la razón.

Volteando hacia atrás, queda claro que el supuesto patiño resultó mucho más aguzado y mañoso de lo que se creía. Nicolás Maduro ha destrozado la economía y la infraestructura de su país, pero logró consolidarse en el poder con una malévola mezcla de engaño, represión y simulación. La oposición ha quedado tan dividida que ni siquiera puede presentar un frente unido en el tema del boicot electoral. Veremos si la apuesta de Maduro le funciona nuevamente.

En tercer lugar, queda claro que Maduro no es Hugo Chávez. No tiene su carisma ni su ímpetu, pero tampoco su capacidad maquiavélica para hacer tratos y arreglos con Dios y con el Diablo. Mucho más importante, tampoco heredó de Chávez esta curiosa y perversa mística que lo llevo de oficial mediano y mediocre a ambicioso golpista a candidato electo y reelecto democráticamente en su momento.

A veces olvidamos que Hugo Chávez abjuró públicamente del golpismo, ganó cómodamente su primera elección en 1998 y fue reelecto en el año 2000 para un nuevo periodo de seis años. En 2002 los sectores más duros y conservadores del empresariado promovieron un golpe de Estado que logró remover y apresar a Chávez, pero tuvo que recular 48 horas después ante el rechazo generalizado y masivo de la población y del grueso de las fuerzas armadas venezolanas. Sin entrar en detalle, podríamos resumirlo así: la oposición, alegando que la democracia estaba en peligro, atentó contra la democracia y sembró con ello las semillas de la popularidad de Chávez y de paso lo convirtió en su peor enemigo.

Después de eso Chávez jamás confiaría de nuevo en el gran empresariado, los medios de comunicación privados ni la jerarquía católica, y utilizaría a las instituciones y al proceso democrático para afianzarse en el poder hasta su muerte y más allá.

La gran lección entonces, y la gran duda hoy, es acerca de cómo mejor se defienden las libertades y la democracia. Y queda claro que con golpes de Estado e ilegalidades no. Y aplicaría allá, pero no sólo allá, parafrasear al clásico: no llores como demócrata lo que no supiste defender democráticamente.


Foto: Caracas. Enfrente de un grafitti de apoyo al presidente Nicolás Maduro, en el marco de los comicios de hoy, se congregaron varias personas para vender zapatos. (HELENA CARPIO. EFE)

Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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