El presidente electo puede decir en tono de misa que cambiarán uniformes, tomarán cursos para respetar derechos humanos, propondrán una Constitución Moral, que no son soldados sino pueblo armado, pero lo cierto es que militarizará al país.

Entre ideales por momentos más bolsonaristas que juaristas, —con alusiones a los valores, el ejército y la familia—, se presentó el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024.

En la primera parte del documento impera el espíritu progresista de defensa de derechos y libertades. Se propone la regulación de drogas, justicia transicional, desarme, reducción de penas, amnistías condicionadas, prevención, etcétera.

Pero de pronto, ¡pum, el balde de agua helada! El anuncio medular.

Las Fuerzas Armadas se harán cargo, así sin tapujos, de la seguridad pública, a través de la figura de una Guardia Nacional.

La Secretaría de la Defensa, de plano, estará al frente. Incluso colaborará como auxiliar del Ministerio Público.

Llegó una ola bélica en expansión a la Cuarta Transformación. Con una sociedad que enfrenta fuego cruzado. Donde se mezclan y confunden autoridades y capos.

Ante la gravedad y empoderamiento de la delincuencia en zonas enteras, se podrían declarar estados de excepción de manera temporal y controlada, conforme lo establece ya la Constitución. Y empezar, ahora sí, a fortalecer a las policías civiles. Y considerar los planteamientos de los ministros de la Suprema Corte que ayer echaron abajo la Ley de Seguridad Interior, exhibiendo los peligros de usar a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública.

Pero López Obrador apuesta al gran poder que tiene. Con mayoría legislativa podría modificar la Carta Magna incómoda. Propio de sistemas autoritarios. Amén de traicionar su compromiso de no reformarla en al menos dos años.

No prevé una retirada gradual. Al contrario. Las etapas 1, 2 y 3 incluyen cada vez más, más y más milicia.

Y no será (como han dicho) igual que en España, Francia o Chile. Ahí los carabineros y gendarmes complementan (no sustituyen) labores y están bajo fuertes controles ciudadanos, incluidos mandos directos como Ministros y Ministras civiles al frente de la Defensa.

¿Adivinen a qué países sí nos pareceríamos?

Lo que no logró Enrique Peña con la polémica y rechazada Ley de Seguridad Interior, lo podría conseguir AMLO.

Reforzaría y potenciaría la esencia de lo hecho en las dos últimas administraciones. Habría continuidad, en lugar de cambio verdadero.

Como si la presencia del Ejército y la Marina en doce años hubiera disminuido el número de cárteles, violaciones a derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, empoderamiento de nuevos grupos del crimen, tráfico de drogas, cultivos de amapola, criminalización de inocentes (sin juicio alguno), territorios cuyas raíces se abren ante la presencia de fosas clandestinas, índices de letalidad, casos de tortura.

Al contrario, la República Mexicana es el ejemplo claro de una estrategia fallida con ellos en acción y con el abandono de la profesionalización, depuración y capacitación de cuerpos civiles.

“La evidencia sistematizada, organizada, revisada a profundidad, no permite afirmar hoy que el despliegue militar reduzca la violencia en México”, señaló el experto en estos temas, Ernesto López Portillo.

Se acabaron los abrazos. Continuarán los balazos.

Si dos terceras partes del Congreso y legislaturas locales no frenan la iniciativa o si Andrés Manuel no recapacita, terminará la de Calderón e iniciará ahora “la guerra de López Obrador”.

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