En ese año, 1940, Europa entraba, trémula y aterida, en la noche del miedo y de la angustia. Los ejércitos alemanes habían invadido Polonia y Holanda, subyugado a la neutral Bélgica, y se apoderaban de Francia.

En un rincón de este último país, la Fuerza Expedicionaria inglesa había sido arrinconada, de espaldas al mar. La alternativa era escalofriante: presentar un combate que estaba, se sabía, perdido de antemano, o intentar una huida que resultaba casi impracticable, por el asedio de la Luftwaffe desde el aire y el amago constante de los soldados de infantería, contenidos a duras penas por las armas francesas.

La Línea Maginot se había colapsado en uno de los peores fiascos en la historia mundial de las guerras defensivas. En el muelle y en las playas de Dunkerque, los ingleses debían organizarse para que los rescataran, o morir en el intento. Cientos de miles de soldados debían, pues, regresar a su isla para enfrentarse al futuro incierto. 1945 parecía impensable.

Según opinión generalizada, la retirada de Dunkerque es el reverso del Día D. Expresa el asombro ante la Guerra Relámpago y es un salvamento heroico, aunque con ese tipo de operaciones, como dijo Winston Churchill, no se gana ninguna guerra. Es cierto; también es verdad que sin los soldados que fueron evacuados la formidable defensa de Inglaterra —y por supuesto el desenlace de la guerra, en el que intervinieron otros factores igualmente importantes— tampoco habría sido posible.

Con lo anterior, quiero decir que unos gramos de historia no sobran para disfrutar la película dirigida por Christopher Nolan sobre el rescate de Dunkerque; al contrario: una cierta idea de lo que pasó aumenta varios grados el interés de la historia que vemos y escuchamos. Me pareció muy bien hecha, emocionante, trágica y con momentos verdaderamente hermosos de una épica contrariada, en la que el heroísmo consiste no en matar gente sino en salvarla.

La extensísima playa de Dunkerque fue el escenario de todo esto; lo fue más aún que el muelle: una construcción humana junto a la presencia de la naturaleza, la arena y las planicies marinas. Para los ingleses, las arenas de Dunkerque fueron un lugar de martirio, de horror, de infinita zozobra. Ya Paul Fussell ha examinado cómo el vocabulario del teatro se infiltró en el lenguaje de la guerra: el escenario de la evacuación de Dunkerque, el teatro de las operaciones, fue la playa apocalíptica.

En mi juventud leí ávidamente a un escritor francés, Paul Nizan. Él murió en Dunkerque; allí combatió a los alemanes y fue intérprete entre los franceses y los ingleses. Cada vez que se hablaba de Dunkerque, yo intervenía: “A Paul Nizan lo mataron los alemanes durante esos días”. Gracias a la película de Nolan ahora puedo presenciar una estupenda recreación de lo que ocurrió en ese muelle, en ese cielo de los combates feroces, en la playa de fin de mundo que fue Dunkerque.

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