Precisamente porque son un pueblo conservador, los franceses patentaron las revoluciones, lo cual les permite nunca aceptar reformas. Aunque las últimas “situaciones revolucionarias” que tuvieron fueron la Liberación de 1944 y el mayo de 1968, nunca olvidan a su Revolución por excelencia, la de 1789. Los anglosajones, muy molestos, argumentan que la Gloriosa inglesa fue un siglo anterior a la decapitación de Luis XVI y la toma de la Bastilla, posterior en más de veinte años a la Independencia de los Estados Unidos. Antes que francesa, la primera piedra de la hoy gravemente enferma modernidad liberal, es anglosajona. Fue erigida por los ingleses, quienes se consideran, frente a sus colonias irredentas de América del Norte, los griegos de los romanos, es decir, la antañona monarquía de la cual se desprendió la gran República imperial fundada por Washington. Pero eso a los franceses les tiene sin cuidado.

No hay revolución, sobre todo en el antes llamado Tercer Mundo, que no festejen los franceses, y la adicción de los intelectuales de Occidente al opio marxista (como dijera Aron) y sus aplicaciones prácticas, soviética o china, es culpa en buena medida de la intelectualidad parisina, obstinada en presumir el linaje entre los bolcheviques y los jacobinos: Lenin como hijo de Robespierre.

Nótese que en la anglósfera nunca hubo partidos comunistas de importancia ni figuras de la talla de Gramsci o Althusser, aunque haya sido Inglaterra la hospitalaria tierra que acogió a los germanos Marx y Engels, quienes intachables huéspedes, nunca violaron las leyes de su majestad la reina Victoria. Pero para renovar el marxismo o superarlo, si cabe, están siempre los franceses, a su vez y desde el siglo XIX, enemigos jurados de los gringos, aunque nunca hayan estado en guerra con los Estados Unidos y en las dos guerras mundiales de la pasada centuria, los salvaran de los alemanes, salvación —dicho sea de paso— indeseada por buena parte de ellos, oscilantes en el amor/odio hacia Alemania.

De Francia, en fin, llegan malas noticias, por si nos faltasen. La victoria del liberal y europeísta Macron contra la fascinerosa Marine Le Pen, hace un año y medio, tal parece que fue sólo un placebo contra la epidemia autoritaria aunque haya sido una acertada demostración pedagógica de que el eje mundial ya no es izquierda/derecha sino populismo versus democracia liberal. A la creciente impopularidad de Macron se ha sumado la revuelta de los chalecos amarillos, que iniciada por un aumento al precio del carbono por razones ecológicas, se ha convertido en un movimiento espontáneo y transversal de las clases medias bajas contra el supuesto elitismo del gobierno. Los actos vandálicos (el término “vandalismo” es otra invención francesa) de los chalecos amarillos no parecen perturbar a una opinión pública que los respalda masivamente, mientras los intelectuales nativos, en su inmensa mayoría y a través de todo el espectro político, los aplauden porque mantienen a Francia a la cabeza, otra vez, de las innovaciones revolucionarias.

Un fracaso de Macron, cuya gestión de la crisis ha sido titubeante, le abrirá las puertas, en las elecciones de 2022, a la extrema derecha y Marine Le Pen despachará en el Elíseo, gracias, acaso, a que sus enemigos ideológicos naturales, en la aturdida izquierda, aplauden a los nuevos rebeldes. Pocos, muy pocos, entre los intelectuales y entre ellos, sobre todo el impopular Bernard–Henry Lévy, han advertido que por más legítimo que sea el disgusto de las clases medias sobajadas por la globalización, la revuelta amarilla tiene todas las características de una asonada populista exigiendo mano dura en nombre de esa democracia directa que de democracia tiene poco y busca al padre (o a la madre) todopoderoso para poner orden y repartir pan. Caída Francia en manos del populismo de derechas, la Unión Europea pasará al basurero de la historia y —quien lo dijera— será Alemania, ese país cuya única revolución triunfante fue la nacionalsocialista, el último bastión del liberalismo.

Sólo queda confiar en la genial frivolidad de los franceses, que así como rechazaron, antes de los disturbios raciales de aquel año, la Constitución europea en 2005, siguieron, después, deprimiéndose sin molestar a nadie. Tras el psicodrama del 68 ratificaron en las urnas al general De Gaulle y al día siguiente, se fueron de vacaciones de verano, una vez disfrutada su dosis de opio revolucionario. Acaso el ardor por los chalecos amarillos sea otra intoxicación de esa naturaleza y Francia, la irreformable, seguirá conservando, conservadora, su amor por todo lo que se parezca a una revolución.

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