Hace ya algunos años me invitaron a participar como ponente en un congreso de literatura sobre César Aira. Acepté de inmediato, pues pese a poseer tantas novelas cortas suyas (no suele practicar otro género), tenía yo la culpa de no haber leído ninguna, siendo como soy admirador de su Diccionario de autores latinoamericanos (2001), obra cumbre en su género y como todo lo suyo, obra rara, rarísima, en su simplicidad: aparenta ser sólo un fichero y es un sintético ejercicio de comprensión de la literatura hispanoamericana, extravagante viniendo del endogámico Buenos Aires. Así que me hice rodear de los delgados volúmenes de sus novelas, confiado en que su carácter menudo me permitiría leer la mayoría en pocos meses. Sólo logré hacerlo con algunas y por fortuna, o el congreso dedicado al narrador argentino (1949) se canceló, o la invitación me fue sigilosamente retirada.

Lo más preocupante es que de las pocas novelas de Aira leídas no tenía opinión. Ni buena ni mala y cuando ello me sucede tiendo a pensar es que ello se debe más que a la banalidad del autor (y Aira no lo es aunque sea un ingenio especialista, como trataré de explicarlo, en la expresión narrativa de lo pueril) sino a una falta mía, la de no haberlo entendido.

Dado que Aira es un autor asumidamente experimental, a estas alturas un viejo vanguardista, escéptico de la correlación causa/efecto entre “cambiar la vida/transformar el mundo” gracias a la literatura, pero aún militante contra la novela tradicional que se sirve de un “seguro temático” que el editor es susceptible de contratar, comprenderá que un lector en falta, como yo, necesitaba de hacerse de una poética, a la usanza, ya sea de Boileau o de Roussel, para entrar en un mundo ilusoriamente fácil. Obtuve ese instrumento gracias a Continuación de ideas diversas (Universidad Diego Portales, 2014), reunión de pensamientos donde el propio Aira medita sobre su método. Después me llegaron los que parecen ser sus cuentos completos (El cerebro musical, PRH, 2017), cuya reseña emprenderé después, como secuela de ésta.

Como he dicho, Aira no ha renunciado ni a su reputación de vanguardista ni a sus años en aquellas ruidosas facultades. Aunque no puede sino ser ambiguo frente a la novela tradicional: añora como un tiempo perdido a la escrita en su edad de oro (¿cuándo y cómo, con qué libro o en qué fecha, habrá terminado para él?), pero confiesa no soportar las novelas actuales en ese caduco registro ni ninguna escrita, por jóvenes, en tiempo presente (aunque indulta, gracias a su relación con el cine, a la presentánea Duras, por ser más guionista que novelista, dice).

Poniendo las confesiones sobre la mesa, aquí están las mías: nunca he leído por el hecho de serlo una novela policíaca ni lo haré nunca (aunque naturalmente me he topado, más o menos inadvertente, con magníficas ficciones donde se cometen crímenes), detesto el jazz (amado si no por él, sí por alguno de sus personajes) y encuentro a Aira alarmantemente sordo, por una declaración contenida en Continuación de ideas diversas: “La escultura, por su tridimensionalidad, es como la realidad. Todas las artes aspiran a la tridemensionalidad… Todas las artes aspiran a la condición de la escultura”.

Difiero por completo y me alarma, insisto, diferir. Que me perdonen Fidias y Calder y Rodin y hasta Miguel Ángel, pero de todas las artes la menor es la escultura, justamente por ser tangible y tridimensional. Nada más ajeno al espíritu clásico-romántico de la música, el arte mayor, que la escultura; encuentro difícil que Balzac o Joyce o Stravinsky aspirasen a esos tangibles artefactos, bronces, mármoles, móviles o masacotes. Para escapar de lo tridimensional se compone música, se pinta o se escriben novelas o poemas. Pero dejemos a Aira con esa declaración, un tanto vasareliana, no sé si propia o impropia de su carácter, para agregar una tercera confesión: a mí me fueron prohibidas, en nombre de una noción estrecha y frankfurtiana (o snob, tal cual) de la alta cultura, de niño, las tiras cómicas. Pero ello no me impide entender que él haya pasado directamente de Superman a Borges y que ese tránsito, no sólo suyo, sea muy propio de la fase vanguardista de la modernidad literaria.

En todas sus ficciones —y supongo que por eso gusta o disgusta—, Aira ha sido fiel a ese doble patrocinio. Cuando se ufana, en este mismo libro, de haber comprendido perfectamente la significación del Pierre Menard borgesiano, tiene la razón. Asumido admirador de Duchamp y de Roussel, entiende Aira que a fin de cuentas, la copia y el original, son metafísicamente lo mismo para un moderno (o posmoderno): “un pastiche es indistinguible del artículo genuino, que a su modo, de rebote, siempre será un pastiche”. Ello no lo ha hecho un escritor pastichero gracias, precisamente, a su segunda obediencia, la proveniente del cómic. En sus novelas lo disparatado y lo pueril, el golpe de efecto salido de la nada, ese ucase, viene del mundo de los súper héroes o de tiras infantiles argentinas que desconozco pero cuyo correlato para un niño mexicano de mi generación deben ser La familia Burrón, Snoopy y hasta Mafalda. Además, entre el cómic y Borges, Aira coloca un objeto de transición: las novelitas comerciales de vaqueros de un tal Marcial Lafuente Estefanía, que leía su padre en Coronel Pringles, su tierra nativa.

Desde ese recuadro, la batalla de Aira contra el realismo es del todo lógica: “no es que lo fantástico no tenga límites: se los pone lo verosímil, que ahí es más implacable que en el realismo”. Ocurre que a Aira lo verosímil le tiene sin cuidado y por ello en uno de los cuentos de El cerebro musical, la imagen de La Gioconda, la pintura en sí, desaparece del lienzo porque las gotitas de pintura que la componen decidieron escapar atravesando el vidrio blindado que la protege en el Museo del Louvre. “Lo fantástico se agota en su formulación, y mucha descripción y comentario o acumulación de detalles lo hace menos creíble”, asevera.

Aunque algunas de sus novelas lo son, dudaría en calificar a Aira como un escritor fantástico, como tampoco lo es, propiamente hablando, Borges, su maestro (es más maestro suyo que de muchos, lo cual no es necesariamente bueno). Ambos son escritores argumentales o más bien, Aira tradujo una de las posibilidades implícitas en Borges: “El relato se deseca en esquema de relato, en cerebración de relato”.

Así que Continuación de ideas diversas, de César Aira equivale al póstumo Cómo escribí algunos libros míos (1935), de Raymond Roussel.

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