Siempre supimos que eran nocivas para sumarlas al cabal entendimiento de lo que somos como sociedad, y siempre nos dijeron que las telenovelas eran neutras, puras y cristalinas porque no estaban ahí para reeducar a nadie.

Falso.

El género telenovela es uno de los detritos más abyectos de ese magnífico sistema de comunicación que implica una pantalla. Su única ventaja que argumentalmente resulta irrebatible, y aquí el escribidor lo lamenta, es que produce mucho, muchísimo dinero.

En un terreno cercano, por ejemplo, hay mafias dedicadas a la recolección de la basura cotidiana que se genera en los hogares: es un negocio redondo para quien tiene la toma y la vende, claro, luego de que ha sido separada en sus diversos componentes. Pero es basura, es desperdicio, es una materia que nadie quiere salvo quien se beneficia económicamente de ella.

Eso pasa con la telenovela: es basura que genera toneladas de dólares para las empresas productoras. Toneladas de plata que se va repartiendo de forma generosa lo mismo en mantener la “exclusividad” de estrellitas —personas sin capacidad histriónica alguna pero que aparecen a cuadro— que en pagar la existencia de revistas y por supuesto programas de radio y televisión que se dedican a “analizar” qué es lo que pasa en ese “misterioso y mágico” mundo detrás de cámaras o ante las cámaras mismas en caso de que los conductores de tales programas hablen de la trama de una telenovela, lo cual es como hablar de la forma de un cactus.

Si sólo fuera entretenimiento cuyo nivel es el suelo, entonces quizá sí podríamos decir que cada quien se lleve a la boca lo que guste. Pero no es así porque las telenovelas —hablamos del mexicano domicilio, desde luego— sí tienen un contenido. No se trata sólo de la desdichada joven cuyos padres la abandonaron y que luego de mil penurias conoce al príncipe azul, quien para esto se encuentra rodeado de mujeres crueles que buscan a toda costa impedir la felicidad de la futura pareja. No, el sustrato de las telenovelas mexicanas no versa sobre eso aunque prácticamente sea su única temática superficial con mínimas y ridículas variantes. Las telenovelas mexicanas son nocivas porque hacen creer que en algún lugar real —y no en el mundo de esas ficciones pasadas por sustancias ilegales— aquello que cuentan no sólo sucede sino que está bien que suceda así. De modo que las traiciones, los odios, las puñaladas traperas y el descontrol absoluto de cualquier pasión humana son la vida. Permítame insistir en este punto, lector querido: todas las formas de lograr lo que buscan los personajes dentro de una telenovela —con excepción hecha de la princesita o princesito del cuento— son como la vida es y como ha de ser. O sea, la telenovela dicta normas de comportamiento que luego de varias décadas de aplicadas un día sí y otro también, de lunes a viernes, han creado generaciones enteras que creen que más allá de la puerta de su casa lo que ocurre entre familias, parejas, amistades y compañeros de trabajo es esa basura deforme, manida, vomitiva, que pasa no en un mundo de ficción televisivo sino que transcurre en el mundo real.

Pero las telenovelas no sólo intervienen en la formación del carácter social haciendo creer que sus embustes baratos es como se relacionan las personas entre sí “en la vida real”, sino que hay un factor extra que viene a romper el castillo de naipes de las telenovelas, por más lucrativos negocios que sean: promueven, auspician, aplauden el clasismo y el racismo.

Y justo aquí ya no estamos hablando de una damisela en apuros rescatada por un supergalán a bordo de un auto de ensueño. No, aquí ya lo que hacen las telenovelas es promover el odio social entre quienes tienen y quienes no, entre quienes pueden y quienes no, entre los poquísimos que nacieron con un tono de piel claro y quienes lo hicieron con uno de las decenas de tonos oscuros que privan por millones a todo lo largo y ancho del país.

De ninguna forma es banal la discusión que inició y se mantiene en redes sociales y que muy pronto pasó a los medios informativos respecto de la nominación de Yalitza Aparicio como mejor actriz al Oscar.

Le llovió en su milpita, como cabría esperarse de una bola de estrellitas que sin medio gramo de talento se han plantado ante las cámaras a grabar centenares de telenovelas y a hacer creer que ese negocito del que hablamos es una especie de star system. Dijeron muy diversas tonterías producto de la codicia por el bien ajeno y todo pudo quedar ahí. Pero no: justamente el clasismo y el racismo que contienen en cantidades industriales las telenovelas afloró en un sujeto sin ningún lustre actoral pero hoy con una perfectamente bien ganada pésima reputación y se refirió a la mexicana candidata al Oscar este año con dos palabras que juntas implican el odio, el desprecio, la malaleche, el racismo que día a día promueven las telenovelas de donde el sujeto proviene, y la llamó “pinche india”.

Podríamos revirar el insulto, sí, pero ya no hace falta: ni los medios de comunicación ni las redes sociales ni el real star system del país vecino conocen la palabra perdón.

—Toro: estamos rodeados de indios.

—¿Estamos, kimosabi?

@cesarguemes

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