Si una biblioteca estuviera vacía de lectores —una imaginaria, claro, porque algo así es impensable en nuestra nación—, entonces tendríamos un problema cultural muy serio, porque una población sin palabras que giren en su cerebro es una al que cualquier merolico puede engañar con un discursillo que ya era viejo hace tres décadas.

Pero si hablamos de un hospital cuyos insumos pagamos entre todos, vía los impuestos directos o indirectos, en el que no hay medicamentos para salvar vidas, aquellos no es ya un problema de gravedad: es una tragedia del tamaño del país. Es un crimen. Es una fregadera producto de la fiebre de un grupúsculo de sujetos y sujetas que vivieron del sistema de partidos a lo largo de sexenios y sexenios en una oposición que cobraba por serlo y ahora cobra por ser algo así como la clase gobernante. Sólo que hay una diferencia: Cuando la mayoría de esa gente que hoy dice gobernar el país vivía de las onerosas cantidades que les permitían existir por fuera como partido de registro, el daño patrimonial que causaban por fuera era equivalente al monto de lo recibido más los numerosos inconvenientes que generaban con marchas, plantones, cierres de escuelas y demás protestas que sólo dañaban a la ciudadanía entera con pérdidas de topo tipo y por su parte beneficiaban a los partidos auspiciantes y a los acarreados que cobraban en serio.

Es complicado afirmar lo siguiente, y me parece que estará de acuerdo conmigo, pero era un daño aceptable, no menor, aceptable. El hecho de calificar al ejercicio informativo como al “hampa del periodismo” —que ofrece datos sobre justo esa imposibilidad de curar a nuestros enfermos— es no tener idea de cómo se constituye un grupo mafioso con una alta organización en busca de un beneficio común mediante actividades ilícitas. Es un sinsentido, pues, palabrería sin sustrato. Ah, pero cuidado, que cuando un hombre de poder, uno con todo el poder político lo dice, entonces la burrada se convierte en una amenaza indirecta que con enorme facilidad puede acabar en tragedia. De por sí, las agresiones contra periodistas en el sexenio actual son el amargo pan cotidiano, ahora piense usted a “los buenos” echándole la caballería a un hampa que sólo existe en el cerebro de un sujeto. Cualquier limpiabotas, con salario o sin él, querría congraciarse con el hombre en el poder absoluto y hacer efectivo la cacería de brujas.

El titular del Ejecutivo tenía que apagar no uno, sino dos fuegos de un cubetazo: el del conflicto Iglesia-Estado que se expresó al “rentar” el Palacio de Bellas Artes para una asociación religiosa (sea del credo que sea es lo de menos porque el Palacio es de la nación y no se puede mezclar el agua con el aceite o al menos no se podía desde los tiempos de Juárez) y otro asunto no menos delicado pero sí que concierne ni más ni menos que a la salud, a la vida, y a la muerte, a la sobrevivencia o no: el desabasto de medicamentos producto de un recorte ése sí muy propio del hampa, de quitarle a los que lo necesitan para regalárselo a sus proyectos personales: un aeropuerto al que de pronto le nació un cerro en donde iba a ser construido : un trenecito macuarro para pasear turistas como si no hubiera líneas aéreas para ello: y una refinería que ni los mejores constructores y negociantes del ramo quisieron avalar con su firma y menos con los honorarios ridículos que por el bien de sus empresas debían rechazar.

¿Que lo anterior se ha mencionado ya por ahí? Es verdad, pero el mundo de los lectores es amplio y con muchos matices, de forma que hay que puntualizarlo ahora que es realidad latente y que no se nos pase de largo.

Eso, entonces, que ha sido llamado con enorme desconocimiento el “hampa del periodismo” no existe. Y hay no mil, ni un millón de anécdotas, sino muchos más hechos y documentos que darían cuenta de la lucha que se libre hoy minuto a minuto no sólo por “la nota”, sino por la mejor y más amplia cobertura en vivo y en directo para cualquier tipo de medio. Y así ha sido siempre: una competencia, a veces muy leal, a veces no tanto. Se sorprendería usted, lector de veras querido, de la rivalidad que llega al encono entre los medios, y se sorprendería más de la hermandad del gremio, de la camaradería, de cómo en un bebedero hay áreas casi designadas por medio y de cómo en tanto transcurre la tarde y la noche, lejos de aventarse miradas de desprecio hay saludos de camaradería de mesa a mesa. Los medios, lector amigo, son perros, y hay que perrearle con fe sin dar ni pedir cuartel, pero también todos los que trabajamos en la información sabemos que no somos enemigos sino competidores.

Y de esta característica que le señalo a conformar el “hampa del periodismo” hay un abismo sencillamente insalvable. La vida le ha permitido aquí a su escribidor conocer y hasta trabajar con algunas de las personas mencionadas en “la lista negra” —esa información de publicidad gubernamental era pública, por principio, y esa gente es profesional.

Aquí el que no tiene ni la menor idea de qué coño es el periodismo es el que acusa. Y si algo terrible ocurre, será su responsabilidad.

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