El Presidente de México no llegó al poder fruto de una ola anticorrupción. Quizá lo contrario. ¿Se acuerda lo que se decía en la calle después de doce años de panismo? “Que regresen los corruptos, pero que se vayan los pendejos”. El Presidente y su partido no se presentaron ante la opinión pública como los capaces de terminar con la corrupción. Su bandera fue eficacia para gobernar y se diferenciaron de su principal rival, López Obrador, en que el PRI era el partido de las instituciones: el que las inventó y las respeta.

Últimamente, los institucionales se han ido despachando a las instituciones. Nombramiento a nombramiento, despido a despido, hoy resulta insostenible ese discurso. Cada vez son menos discretos para usarlas políticamente en un tsunami de operación electoral que arrasa sin que les dé pena. Y basta ver las encuestas para concluir que aquella eficacia prometida tropezó con la violencia y la corrupción.

En cambio, quien sí lleva años presentándose con la bandera de la anticorrupción es Andrés Manuel López Obrador. Pero ese discurso también ha sido demolido por el propio líder: victimiza a Eva Cadena después de recibir sobres de dinero, reincorpora a su grupo de operadores a René Bejarano con el historial de videoescándalos de sobornos y, más recientemente, defiende a capa y espada al impresentable Partido del Trabajo de los cargos por embolsarse 100 millones de pesos en las cuentas personales de la esposa del dirigente nacional de este partido.

Por no contar que su gestión en la Ciudad de México no implicó una disminución de las corruptelas, que descalificó de saque el ejercicio ciudadano de la Ley 3de3 y que su plan para terminar con este flagelo es que él llegue a Los Pinos y ponga el ejemplo (así de increíble).

López Obrador no prometió ser un demócrata. Su estilo más bien ha sido autoritario siempre. En cambio, quien sí se pintó como demócrata es Ricardo Anaya. Su partido tiene también fama de ser el más democrático de todos, o el menos antidemocrático. Pero, de unos meses para acá, Anaya se ha ido forjando fama de autoritario e intolerante. Los reclamos dentro de su partido lo muestran como un hombre capaz de traicionar con tal de escalar, de cambiar las reglas del juego para favorecerse, de no buscar el consenso sino la imposición, la sumisión por encima del equipo. Y él no ha sido eficaz en calmar estas costosas críticas ni cambiar esa percepción que reina en el mundo de la política.

¿Por qué se están autodemoliendo? ¿Por qué están atacando sus cimientos? ¿Estarán pensando que ya están muy desgastados? ¿Será planeado o es una inercia impensada en el fragor de la batalla?

SACIAMORBOS. Imagino a un DRO acercándose a esos tres edificios, diagnosticándolos con grietas, con fracturas, con severos daños detectables a simple vista. Han sido muchos años, muchos sismos. Pero el DRO se sorprende cuando, antes de terminar su dictamen, los tres dueños empiezan a autodemoler sus estructuras. Sobre todo, porque quieren tenerlas de pie, relucientes, habitables, para la campaña que arranca formalmente en unas cuantas semanas.

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