Hay lecturas que, por su pertinencia, nos hacen recordar las razones por las cuales elegimos un sendero profesional. A esa suerte de interiorización me condujo la revisión de Sin Literatura no hay Derecho, volumen antológico editado de manera conjunta por El Colegio Nacional y por Tirant lo Blanch.

Gerardo Laveaga fue el encargado de convocar a diversas personalidades dedicadas a la abogacía y a la literatura para que compartieran los puntos de encuentro que han descubierto entre ambas disciplinas a lo largo de sus trayectorias. Uno de los aspectos que más llamó mi atención fue la variedad de perspectivas desde las cuales se abordó esta indiscutible convergencia.

Desde el proemio, Laveaga admite que “no puede existir el derecho sin relato”. El conjunto de ensayos que traman el libro así lo confirma. Es en el caudal narrativo donde germina la imaginación del jurista y se apuntala su sensibilidad; por ello, no es de extrañar que uno de los primeros temas que asoman en el compendio tenga como marco la escena de una novela de Lilian Lee en la que una madre mutila a su hijo, de lo que deriva una profunda reflexión sobre la disposición del cuerpo ajeno en vida.

Sin literatura no hay Derecho
Sin literatura no hay Derecho

La capacidad de fabulación es uno de los rasgos que ha definido nuestra estancia en el planeta y nuestra jerarquía entre las distintas especies que lo habitan, toda vez que nos ha facilitado las herramientas para la construcción de universos verbales cada vez más abstractos. Las fuerzas históricas y morales se disputan los márgenes de la verdad y la mentira, por lo que la tradición escrita ha servido de fundamento a la legalidad. Esta discusión por la legitimidad de las certezas sobre las que construimos nuestra realidad jurídica tampoco escapa al espectro de este libro, cuya fuerza abarcadora da también cabida a las miradas suspicaces que problematizan las discrepancias entre el dominio del arte y el de la ley. Borges, que tampoco fue ajeno a estas controversias, escribió: “Quien ha leído la novela de Dostoievsky ha sido, en cierto modo, Raskolnikov y sabe que su ‘crimen’ no es libre, pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso. El hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia”.

Los textos policiacos y detectivescos suman al mosaico, pues siempre han puesto de relieve las particularidades de los procesos judiciales y la ignominiosa corrupción que obstaculiza la impartición de justicia. No menos significativa es la reflexión que se lleva a cabo acerca de los derechos de autor y la incidencia que han tenido en el desarrollo de la palabra, su distribución bajo el formato material del libro y las disputas por la procedencia de determinadas obras.

Esta compilación, actual y valiente, no habría sido posible sin la iniciativa de José Ramón Cossío Díaz, quien está a la cabeza de la “Colección Derecho y…”. Ahora que la profesión de abogado está tan vilipendiada, y cada día pesan sobre ella más prejuicios, la literatura se ofrece como un vehículo para reconciliarnos con la sociedad y con la fibra ética más entrañable de nuestra vocación.

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