La lectura de la historia de México nos confronta con uno de sus vicios inexpugnables, el de la interpretación maniquea. En la mayoría de los relatos en que abreva nuestro pasado suelen perfilarse bandos bien definidos, el de los héroes y el de los traidores, lo mismo que el del vencedor y el del derrotado. Esta tendencia es la que nos inclina a caracterizar a Cuauhtémoc como un mártir y a Cortés como un genocida, y también la que nos permite encumbrar a Miguel Hidalgo como Padre de la patria en detrimento de Agustín de Iturbide, quien jugó un papel más importante en la baza política que el propio sacerdote para la consecución de la independencia.

La Revolución ofrece múltiples ejemplos de la ambivalencia con que los artífices y caudillos arraigaron en el ánimo popular aun a costa de sus convicciones. Jorge Ibargüengoitia hizo de esa tradición acomodaticia un tratado de la ironía en Los relámpagos de agosto. En un contexto en el que las balas estaban por encima de cualquier argumento y el destino de la oposición era el exterminio, vale la pena traer a la memoria la trayectoria política de uno de los próceres del mausoleo patrio.

Lázaro Cárdenas, general y a la postre presidente de México, dio muestras, desde su juventud, de poseer una virtud por aquel entonces muy poco valorada: la prudencia. Aunque apenas terminó la primaria, para 1913 ya servía con las fuerzas antihuertistas. Luego de la Convención de Aguascalientes militó en el villismo para, por último, proclamarse constitucionalista. Sus cambios de filiación política no le impidieron hacerse de la confianza de Plutarco Elías Calles, uno de los hombres que conoció en campaña y quien sería determinante en su futuro. El 23 de abril de 1920 Cárdenas secundó el Plan de Agua Prieta y, a partir de entonces, se ganó un lugar como uno de los colaboradores más valiosos de Calles.

Pese a su creciente prestigio, no contaba con el reconocimiento de Álvaro Obregón, el otro integrante del binomio sonorense que por entonces regía el país. De hecho, la opinión que Obregón tenía de Cárdenas no era alentadora, incluso llegó a referirse a él como “un tarugo con iniciativa”. Tras la muerte del manco de Celaya, Calles creó el Partido Nacional Revolucionario con el afán de convertirse en el principal árbitro de los debates nacionales. Así, durante el periodo que corrió de 1928 a 1934 no hubo más Jefe Máximo que el de Guaymas. Para confirmar su poder, luego de su periodo presidencial, se instaló en una casa de la colonia Anzures desde la que se lograba apreciar el Castillo de Chapultepec, residencia del Ejecutivo. Por ello se decía: “Allí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente”.

De hecho, cuando gobernó Portes Gil, Calles fue designado secretario de Guerra y Marina, cargo que repitió con Ortiz Rubio. En 1933, Abelardo L. Rodríguez le comisionó la Secretaría de Hacienda. Cárdenas, entretanto, se mantuvo en silencio. Su recompensa llegó a mediados de ese año, cuando la cúpula del partido lo ungió como candidato.

Cárdenas asumió la presidencia el 1 de diciembre de 1934. Una de sus primeras decisiones consistió en mudarse a Los Pinos. La segunda, fue revertir los intereses ligados al callismo, lo que generó la discordia, la guerra de declaraciones y el enrarecimiento del clima político. Ante la presión, Cárdenas denunció el propósito de Calles de intervenir en el gobierno y declaró que su actitud era “una traición a México y a la Revolución al querer desprestigiar el sacrificio del pueblo mexicano”.

El 10 de abril de 1936, el Presidente aplicó la razón de Estado y expulsó del país al Jefe Máximo. Se cuenta que cuando los ejecutores de la orden llegaron por la madrugada a la casa de la Anzures, Calles se encontraba en pijama leyendo Mi lucha, de Adolfo Hitler. Acostumbrado al derramamiento de sangre, es muy probable que Calles pensara que sería asesinado. No fue así. Cárdenas actuó institucionalmente, fiel al amigo y a la prudencia que lo había caracterizado.

Luego de un lustro en el exilio, Ávila Camacho invitó a Calles a regresar al país. Cárdenas no se opuso, demostrando que la amistad tenía raíces más profundas que las circunstancias políticas. Hoy yacen juntos en el Monumento a la Revolución, héroe y villano. Caras de una misma moneda, ambos fallecieron un 19 de octubre.

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