La fascinación que produce la destrucción ha estado latente en la historia de las civilizaciones humanas desde sus primeras disposiciones mitológicas. Uno de los elementos rituales que se ha vinculado al propio tiempo con la permanencia y con la purificación es el fuego. Su ingente hálito de continuidad lo convierte en fundador del hogar, pero también en un signo de devastación. El exterminio por calcinación es aplicable a las personas y a todo lo producido por ellas.

Al tratarse de un objeto que construye vínculos originarios e identidades, el libro ejerce como ancla entre generaciones, de ahí el culto a su materialidad y la amenaza que entraña para los agentes del absolutismo. Borges expresó con puntualidad su vocación emancipadora: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. No es, entonces, circunstancial, que la quema de bibliotecas haya sido una práctica incentivada por la gran mayoría los regímenes tiránicos.

Fernando Báez, bibliotecólogo venezolano, definió a los biblioclastas —término empleado para referirse a los destructores de libros— como personajes dominados por “la tentación colectivista, el clasismo, la formación de utopías milenaristas y el despotismo burocrático”. Paradójicamente, la gran mayoría de ellos tienen predilección por una sola obra a la que suelen asignarle la categoría de incorruptible. Desde su punto de vista, todos los textos que contradigan su concepción del mundo deben ser consignados a la hoguera, al olvido o a la mutilación.

Sin embargo, no todos los procesos de depuración ideológica han dado el mismo tratamiento al pasado. El ejemplo de la Revolución Mexicana es ilustrativo al respecto. La sucesiva pugna entre facciones sólo sirvió para construir un imperio del hambre y el desorden, que también afectó a la capital y a la Universidad Nacional. Por ende, las purgas se llevaron a cabo al amparo del resentimiento, además, el ámbito libresco se limitaba a los escasos volúmenes que rondaban por las facultades que apenas se habían creado en 1910. Luis González y González hizo una crónica de las dificultades que enfrentaron los estudiantes que ocuparon las aulas en 1914 y 1915: las clases se suspendían sin aviso, los salones hacían las veces de caballerizas, incluso hubo quienes acreditaron el ciclo sin la aprobación de un examen previo. Las revueltas, acéfalas e intransigentes, provocaron más pérdidas humanas que simbólicas durante ese periodo.

Quien encabeza una quema de libros lo hace con un afán proselitista. El cura y el barbero que ejecutan el escrutinio en la casa del vilipendiado Alonso Quijano llevan intrínseca la renuncia a una época en aras de la instauración de otra. El movimiento futurista ruso, encabezado por Maiakovski, exigió la demolición de las bibliotecas y la clausura de la tradición clásica. La inmensa maquinaria propagandística de los totalitarismos no logró doblegar a todos los artistas, la proverbial frase de Mijaíl Bulgákov hizo eco en el espíritu de miles de ellos: “Los manuscritos no arden”.

Gradualmente, cuando las conjuras cedieron al influjo de la democratización, desarrollamos nuevas maneras de dar muerte a los libros; las razones son múltiples, desde el abandono de la lectura como una actividad cotidiana hasta el menosprecio de las bibliotecas. La era del libro no ha tocado su fin, aunque su sombra trashumante todavía nos parezca una zona indistinguible del sueño y de la pesadilla.

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