Hay libros que dejan una impronta en nuestra vida que trasciende su mero contenido. En el ánimo de quienes imaginamos una biblioteca personal y nos esforzamos por construirla asoma siempre la obsesión: un ejemplar que fue muy querido para nosotros y que eventualmente extraviamos, algún otro que no pudimos conseguir y que vuelve afanoso a la memoria o el que siempre se resistió al encuentro definitivo. A este último rubro de mis frustraciones bibliófilas pertenece Luna silvestre, el primer poemario de Octavio Paz, que circuló cuando su autor tenía apenas 19 años.

El poeta relató la génesis editorial de su opera prima: “En 1933 un entusiasta y generoso poeta-editor, Miguel N. Lira, que publicaba una colección de poesía (…) imprimió en un folleto siete breves poemas míos: Luna silvestre. (…) Una confesión: veo a mis primeras tentativas con una sonrisa a un tiempo indulgente y resignada, pero en el caso de Luna silvestre, la sonrisa se cambia en gesto de impaciencia y reprobación. Hay pecados que no tienen remisión y Luna silvestre es uno de ellos”.

Las circunstancias en las cuales fue concebida la publicación hacen que los ejemplares se cuenten entre los más deseados por los coleccionistas. Amparado por una prensa —bautizada “La caprichosa”— que encontró entre los deshechos de la Plaza de Santo Domingo, Miguel N. Lira inició su aventura editorial. Pese a que la tradición tipográfica tenía raíces en su familia —era nieto del impresor Miguel Lira y Ortega—, definió su predilección por la poesía luego de comprobar las pocas oportunidades que tenían los jóvenes de incursionar en el ámbito literario: “Empecé a escribir versos en época aciaga para la juventud (…) y cuando los poetas que formaban en México el grupo de Contemporáneos habían integrado una mafia tan estrecha que era imposible colarse dentro de ella o llamar, por lo menos, su atención. (…) Por falta de dinero para pagar la edición de uno de mis libros de versos tuve que aprender totalmente la tipografía y hacer, desde entonces, mis propias publicaciones”.

Son famosas las correrías de Lira con “La caprichosa”, pues el viejo aparato estaba diseñado para imprimir “tarjetas de bautizo o los avisos de celebración de alguna misa”, sin embargo, “acabó por ser domeñada” y se volvió imprescindible, pues era la herramienta principal del sello editorial Fábula, que constaba de una revista mensual cuya publicación comenzó en 1934, y de un catálogo compuesto por unas cuantas plaquettes de poesía.

Luna Silvestre fue uno de los tres títulos inaugurales, además de Segunda soledad, del propio Lira, y los Nocturnos, de Xavier Villaurrutia. El tiraje fue de 75 ejemplares. En su disposición interna, el libro constó de 33 páginas. Paz reconoció que la crítica fue indiferente y que el poemario apenas tuvo una recepción entusiasta entre sus amigos. En una entrevista con Joaquín Soler Serrano, habló también sobre el contenido de los poemas: “Es un libro en el que hay ecos de esos poetas españoles del 27, y probablemente de Juan Ramón (Jiménez), aunque yo no lo había leído. Pero cuando apareció mi libro, León Felipe que llegó a América me dijo: ‘¡Pero, chico, estás muy influido por Juan Ramón Jiménez!’, y la verdad es que yo no le había leído en absoluto. Había leído a los poetas jóvenes españoles, y ellos sí habían influido en mí”.

El propio Paz declaró que los textos que integraban Luna silvestre permanecieron intocados —pese a que siempre dudó de su calidad—, pues eran el testimonio de una intuición y de una época. Con todas sus particularidades, se trata de uno de los volúmenes más difíciles de conseguir de nuestro panorama poético.

He conocido a varios coleccionistas que salieron a la caza de Luna silvestre y volvieron con las manos vacías. Uno de ellos fue el entrañable Rafael Tovar y de Teresa, quien me platicó que en cierta ocasión le hicieron llegar un facsímil de tal calidad que estuvo a punto de comprarlo; fue hasta que pidió consejo a su hermano Guillermo —un erudito en la materia— que descubrió que se trataba de una estafa. En lo que a mí respecta, mantengo firme la esperanza de que un día cruce por mi puerta un vendedor y, a la usanza de ciertas ficciones, me sorprenda de pronto con el libro añorado.

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