Tras la victoria de las armas liberales sobre las fuerzas conservadoras en la Guerra de Reforma, diversas voces del bando triunfador propusieron que se otorgara una amnistía a los derrotados con la finalidad de estabilizar la vida política en el país.

Benito Juárez, concluido el conflicto, asumió la presidencia luego de un interinato que, en el transcurso de la lucha, lo obligó a trasladar la sede del gobierno por distintas regiones. Con miras a su regreso a la capital, creyó necesario pactar con los conservadores para sumarlos a su proyecto de una república federal.

Ignacio Manuel Altamirano, en esa etapa de transición que aún no era eclipsada por el Imperio, y siendo acérrimo juarista, se alzó como el intelectual más combativo en contra del perdón que se ofrecía a quienes él consideraba los traidores a la patria. En 1861 dio a conocer su “Discurso contra la amnistía”, en el cual declaró que ésta no debía concederse salvo que el enemigo hubiere sido totalmente vencido, pues de lo contrario estaría siendo empleada como un elemento de negociación que contravendría la noción más elemental de la justicia: “Si después del triunfo de Calpulalpan, el gobierno hubiese soltado una palabra de amnistía, si hubiese abierto los brazos a los enemigos de la paz pública, esto habría sido inmoral, pero quizá habría tenido éxito, porque tengo por cierto que al gobierno liberal le quedaban entonces dos caminos que tomar, el de la amnistía absoluta, franca, o el del terrorismo, es decir la energía justiciera. El gobierno no tomó ninguno de esos senderos, sino que, vacilante en sus pasos, incierto en sus determinaciones, rutinero en sus medidas, fue generoso a medias y justiciero a medias, resultando de aquí, que descontentó a todos y se hizo censurar por tirios y troyanos”.

La negativa de Altamirano no era un simple capricho. Sabía que, de no existir una condena firme, los opositores seguirían conspirando contra Juárez y habría nuevos enfrentamientos armados. La amnistía no era posible, a su parecer, porque se ofrecía como una tregua y no como el resultado de un verdadero proceso de pacificación: “La amnistía ahora no sería la palabra de perdón, no sería la caricia de la fuerza vengadora a la debilidad vencida; sería… una capitulación vergonzosa, un paracaídas, una cobardía miserable”.

El llamado a movilizar la fuerza en favor de la ley no entusiasmó a los legisladores, a pesar de la insistencia de Altamirano y de sus advertencias: “Reflexionad […]: si hoy decretásemos la amnistía, el partido reaccionario diría y con razón: ‘Nos tienen miedo y nos halagan’. […] El Congreso no teme, porque el Congreso es la nación, y la nación que ha luchado por tanto tiempo contra las grandes huestes de estos forajidos, no vendrá ahora a temblar delante de uno solo”.

La coyuntura histórica exigía que los actores políticos definieran su identidad y llevaran a la práctica los valores que se habían comprometido a defender. Tal era la intención de Altamirano cuando tomó la palabra para denunciar la tibieza que atribuía a sus compañeros de partido: “O somos liberales o somos liberticidas: o somos legisladores o somos rebeldes: o jueces o defensores”.

En los albores de su elocución, se preguntó también si la soberanía de la nación podría sobrevivir luego de solapar a un grupo de individuos que atentaban impunemente contra el gobierno y la ley que la representaban. Antes de concluir, trajo a la memoria de sus escuchas a las víctimas de los crímenes que quedarían sin ser resarcidas, pues sólo ellas encontrarían la dignificación en la impartición de justicia.

Altamirano creyó que la autoridad moral de un régimen residía en su disposición a aplicar las sanciones sin temor ni demora. El 19 de junio 1867, ante el cerro de las Campanas, vio cumplido su anhelo.

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