Hace ya más años de los que quisiera reconocer, regresé a México después de dos años de estudio. Suena a cliché, y probablemente lo sea, pero volví con unas ganas inmensas de poner mi tiempo y mis energías en el servicio público. Había que estar ahí, en las tripas del poder, para tratar de cambiarlo “desde dentro”. Justo por eso no cabía de emoción cuando recibí una oferta para ocupar el puesto de secretaria técnica de la Comisión de Relaciones Exteriores/América del Norte del Senado de la República. Nada me hubiera preparado para lo que vi y viví en el Senado los meses que trabajé ahí. Nada me hubiera preparado para el derroche, la discrecionalidad, la arrogancia y la desfachatez con la que se “hacía política” a costillas de los ciudadanos. Por eso, años después, ahora que escucho sobre las políticas de austeridad que se pretenden implementar, no puedo sino decir: vaya, por fin. Pero con eso no basta.

En el Senado era cosa común saber de “asesores” con sueldos altísimos que jamás se presentaban a trabajar —nunca, ni un solo día en meses— y que en la estructura de algunos legisladores, había secretarias, asistentes y consultores que se veían forzados a pagar una cuota quincenal a sus jefes por mantener sus puestos de trabajo. O le entrabas o quedabas fuera. Cosa común también es que se pidiera el servicio de comedor —meseros y alimentos— para reuniones de comisiones y que de 10 llegaran 2 o 3 senadores. La comida a la basura.

Cosa común también que los senadores no se presentaran a las juntas de trabajo de las comisiones a las que pertenecían. Hay senadores que, de hecho, jamás conocí en persona, porque ni llegaban a las reuniones de las comisiones a las que pertenecían ni, ya como último recurso, firmaban los dictámenes que salían del “trabajo legislativo”. Y así, sin más, los dictámenes eran presentados al pleno sin la firma de la mayor parte de los senadores.

La Comisión sobre América del Norte llevaba temas tan importantes como el TLCAN y la migración. Grupos migrantes planeaban visitas al Senado mexicano con la esperanza de que los legisladores pudieran intervenir o pronunciarse sobre ciertos temas solo para encontrar que cuando llegaban a las reuniones pactadas, los únicos que estábamos ahí para escucharlos y recibirlos éramos los funcionarios técnicos y alguno que otro asesor despistado.

En el colmo de la opacidad y la discrecionalidad, no había archivos ni memorias históricas para el trabajo legislativo. El archivo general de la Comisión en la que yo trabajé, por ejemplo, era una serie de carpetas inservibles arrumbadas en una esquina: tiempo, dinero, conocimiento colectivo e historia tirados a la basura. Había otras comisiones que ni a eso llegaban. Cada senador o senadora presidente de comisión, decidía arbitrariamente si compartía o no información con sus colegas, estudios, análisis o elementos que ayudaran a los demás legisladores a asumir una posición frente a los distintos temas a dictaminar y a votar. Las Comisiones eran pues, feudos personales y partidistas: esta es del PRI, esa otra del PAN, la otra del PRD. No había un registro oficial ni una memoria transexenal que ayudara al trabajo legislativo. No había forma de monitorear los recursos que ahí se gastaban.

Por ello, tan importante como la austeridad declarada, será la transparencia de los dineros, con particular foco en el efectivo, y los recursos gastados discrecionalmente por los senadores en “sus” comisiones. Así también, que el trabajo cotidiano de los legisladores se abra completamente al escrutinio público. Ni un aviador más, ni un solo estudio fantasma “para apoyar los trabajos legislativos” pagado a cuates o a consultoras ligadas a los propios senadores, ni una sola reunión desierta, ni un solo dictamen sin las firmas de los senadores responsables. Para eso se les paga.


Twitter: @anafvega

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