Sigue mantener los esfuerzos de rescate, hasta que no haya la más mínima posibilidad de encontrar a alguien con vida.

Sigue continuar el apoyo a los desamparados, a los que perdieron techo y patrimonio, a los que literalmente se quedaron en la calle.

Sigue hacer el recuento de los daños, medir el tamaño de la pérdida, censar las 140 mil construcciones perdidas o dañadas.

Sigue dirigir más atención a Oaxaca, Chiapas, Morelos y Puebla, particularmente a pequeñas comunidades rurales, donde sobra el dolor y faltan los apoyos.

Sigue dirigir a la reconstrucción todos los recursos necesarios, realizar todos los ahorros posibles en todos los rubros pertinentes, y orientar el gasto con inteligencia y precisión.

Sigue vigilar los recursos destinados a la reconstrucción, supervisar que nadie quiera truquear licitaciones o crear empresas fantasmas o sacar moches del dinero para los damnificados, y establecer mecanismos institucionales para garantizar lo anterior.

Sigue deslindar responsabilidades, sancionar a los que construyeron con columnas huecas o varilla de utilería y a los que, desde cualquier nivel de gobierno, permitieron que ocurriera semejante barbaridad.

Sigue repensar la política de protección civil y prevención de desastres, incluyendo la ubicación administrativa de las áreas responsables y los mecanismos financieros que la sostienen.

Sigue revisar los códigos de construcción, los planes de desarrollo urbano, las normas de zonificación y los mecanismos de verificación de todo eso.

Sigue reconocer a las instituciones y a los funcionarios públicos que han cumplido con su responsabilidad desde el primer minuto, al Ejército, a la Marina, a la Policía Federal, a Protección Civil.

Sigue criticar sin límite a los que han intentado desviar la ayuda a los damnificados, a los que han tratado de ponerle colores partidistas a la asistencia humanitaria, a los que se han atrevido a politizar la desgracia.

Sigue preguntarle a varios funcionarios (ellos saben quienes son) sus razones para pasar la emergencia metidos en un búnker, sin dar una sola muestra de empatía con sus gobernados.

Sigue aplaudir, hasta que nos sangren las manos, la solidaridad de tantos y de tantas, el heroísmo de los rescatistas, la dedicación infinita de los brigadistas, el esfuerzo, organización y creatividad de los miles de voluntarios, las cadenas humanas que se formaron y se forman ante cada petición de auxilio.

Sigue tratar de preservar ese espíritu de septiembre, lograr que el voluntariado encuentre cauce institucional permanente, que los jóvenes y los no tan jóvenes que descubrieron su vocación de servicio en la emergencia la canalicen en el futuro hacia otras causas y otros fines igualmente nobles.

Sigue esperar que el trance nos haya cambiado para bien, que haber experimentado la solidaridad sin distingos de clase nos lleve a ser algo mejores en nuestra vida cotidiana, a saludar a los vecinos, a ayudar a desconocidos ante alguna dificultad, a no ser energúmenos cuando nos sentamos tras un volante, a ser corteses en la calle, a no participar ni tolerar actos de corrupción, a recordar que la persona que camina junto a nosotros bien podría, el día menos pensado, empuñar el pico y la pala para salvarnos.

Sigue echar a andar al país, reconstruirlo, rehacerlo, reimaginarlo, regresarlo a la normalidad, pero no a la normalidad jodida de antes.

Sigue llorar por los que se fueron.

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