Es que no se vale. De veras. Uno que es caco de abolengo, de raigambre, con experiencia, con antecedentes, con una temporada en el frío, ya no puede trabajar a gusto.

No se puede. Uno se sube a un micro allá por la Gustavo A. Madero, con ganas de hacer lo propio, de ejercer la profesión, de asaltar con estilo. Como mandan los cánones: de adelante hacia atrás, sin correr el riesgo de que una bala perdida acabe en la nuca del chofer y todos terminen con la crisma partida contra un poste.

Entonces uno empieza y se levanta y enseña el fierro, discretamente, nada más para asustar, y grita: “¡¡Arriba las manos!! ¡¡Esto es un asalto!!”. Así, sencillito, sin majaderías, sin inútiles altisonancias, sin eso de que te-voy-a-partir-la-madre y ya-te-cargó-la-chingada-pinche-ojete. No, elegante la cosa, sutil, pidiendo la cartera, exigiendo el celular, recordándole a la banda que no se vale esconder una lanita en el calcetín, pero sin aspavientos y sin más violencia que la estrictamente necesaria.

Así va uno, de asiento en asiento, de fila en fila, con bolsa abierta y fusca en mano, recogiendo lo que se puede, que una cartera, que un anillo, que una esclava, que un fajito de billetes, que un celular de los chafitas que venden en Plaza Meave, que otro más mejorcito, de los que sí son smart, y, entonces, como a la mitad del microbús, brinca la liebre.

Resulta que dos mozalbetes, apenas llegados a la edad de la razón, con más granos en la cara que pelos en el pecho, están asaltando también. Pero muy mal: de atrás hacia delante, armándola de tos, agarrando el arma así de ladito, como en las películas, y poniéndosela en la jeta de las víctimas, dando trancazos a los rejegos, soltando pura majadería, sintiéndose los muy muy.

Y así, pues sí, la clientela se pone nerviosa y las señoras gritan y los niños lloran y el chofer, de tanta adrenalina, casi se lleva de corbata al de los tamales oaxaqueños calientitos. Entre tal desmadre, se topa uno a los chavillos, a los neófitos, a los zoquetes que quieren baro pa’ las chelas y les dice: “¿Tú qué?” Y el otro responde, claro está, “¿Qué de que?”.

Sigue entonces el qué-te-traes y las pistolas apuntadas al hocico del otro y un intercambio de eres-tira-no-tu-eres-tira, y luego bájate-no-bájate-tú y te-voy-a-partir-los-huevos-pinche-ruco y a-ver-si-puedes-pendejete y que, de pronto, vuela una bala. Y luego vuelan otras más y los pasajeros ponen pecho a tierra y el chofer, aterrorizado, mete el freno.

Así queda uno, tumbado en medio del pasillo del microbús, con una bala incrustada en el cerebro, con el rostro destrozado, compartiendo muerte con dos mocosos imprudentes, insensatos, bien estúpidos.

De veras que así no se puede. Y todo es culpa de Mancera o de Eruviel o de los dos. Ya no alcanzan las cosas. Ya dejaron que la demanda rebase a la oferta. Ya no hay opciones de movilidad. Ya no hay suficientes micros para todos los asaltantes.

Y eso no puede ser: uno (uno que siga vivo, claro está) acaba peleando por el territorio con unos cualquieras, con novatos de gatillo flojo, con unos tontuelos que vuelven muy peligrosa esto de asaltar en microbús. Están arruinando esta noble y vieja profesión.

Urge legislar.

(Nota: todos los hechos descritos en esta columna son ciertos. Salvo los inventados.)

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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