El miércoles me permití dar un humilde consejo dirigido a quien sea que gane la contienda electoral en julio: disfrute el día de su victoria. No volverá a tener un día de esos durante los siguientes seis años.

Por definición, solo uno o una gana. Todos los demás perderán en ese domingo de elecciones.

Para ellos, tengo también un consejo. Igual de humilde: recuerden que nada es para siempre. La derrota de hoy es preludio de la victoria de mañana.

Piensen en algunos ejemplos internacionales. En 1972, Richard Nixon fue reelecto presidente de Estados Unidos con 61% de la votación nacional, el porcentaje más elevado alcanzado por candidato alguno en la historia de ese país. Veinte meses después renunciaría a su cargo, envuelto en el escándalo de Watergate .

En 2004, tras la reelección de George W. Bush , los más avezados comentaristas políticos estadounidenses hablaban de una mayoría republicana permanente. Dos años después, los republicanos perderían el control de ambas cámaras del Congreso y, en 2008, serían derrotados abrumadoramente por un tal Barack Hussein Obama , un absoluto desconocido cuatro años antes.

Obama sería reelecto cómodamente en 2012 y todo apuntaba a que una demócrata le sucedería. Años después, se atravesaría una sorpresa de pelo naranja, malos modales y gusto por los muros.

Piensen en ejemplos nacionales: el PRI estaba en la lona en 2006, dividido desde el CEN hasta el más humilde seccional, con un candidato presidencial que apenas había llegado al 22% del voto nacional. Para 2007, imponía condiciones en el Congreso y seis años después, retomó el poder.

Y entonces, al momento del triunfo electoral de Enrique Peña Nieto , muchos predijeron que se abría una nueva era de dominio priísta. Más aún cuando a la victoria le siguió la aplanadora llamada Pacto por México y la oposición (real, con dientes) pareció casi fenecer. Pero, un lustro después, aquí estamos, con el PRI al borde del colapso, casi condenado a dejar Los Pinos después de solo un sexenio de restauración.

Las cosas van a cambiar, pues. Es inevitable.

En lo que cambian, hay muchas cosas por hacer, muchas leyes por modificar, muchas instituciones por transformar, muchos procesos por vigilar. Los que pierdan podrán tal vez encontrar espacios de colaboración con los ganadores sin que eso implique rendición o renuncia. Hay compromisos que se pueden construir, concesiones que se pueden extraer, victorias que se pueden obtener, en el Congreso, en los gobiernos locales, en el terreno de las ideas y en el campo de la opinión pública.

Pueden pensar, imaginar, construir, pelear, resistir, redescubrir la alegría del combate, recobrar todo lo perdido en los años de cómoda existencia a cargo del sistema.

Tal vez algunos puedan adquirir el gusto de andar a la intemperie, de hacer política con poco dinero, poca estructura, poco aparato. Tal vez otros decidan crear algo nuevo: nuevas organizaciones, nuevos partidos. O no: tal vez opten por la vida privada, por construir empresas o escribir libros o hacer un intento loco de probar la vocación perdida en la adolescencia.

Habrá momentos, por supuesto, en los que se cansen, se frustren, se sientan como conductor ciego agarrando el Periférico en sentido contrario. Y en esos instantes, ojalá recuerden que todo acaba y todo cambia.

Ninguna victoria es permanente, ninguna derrota es para siempre.

alejandrohope@outlook.com
 @ahope71

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