Igual que hace casi 100 años cuando vivió su época de mayor esplendor, lo mismo que hace 25 cuando su vida y su obra se sacudieron del polvo moralista que las cubrió, Nahui Olin, Carmen Mondragón, provoca hoy asombro y nuevos desafíos. Lo que sorprende es que, en pleno siglo XXI, cuando comienza a reconocerse como una figura dentro de la historia del arte mexicano y de la liberación femenina, haya quien proponga relegarla como persona y artista.

La crítica de arte Avelina Lésper dedica su más reciente artículo semanal en Laberinto, suplemento cultural de Milenio, a Nahui Olin. En un solo y largo párrafo descalifica no sólo la exposición Mirada infinita, que se presenta en el Museo Nacional de Arte y la obra de esta mujer del siglo XX, sino la actitud frente a la vida de un ser humano que asumió la libertad como valor supremo.

Avelina, como cualquier observador, tiene todo el derecho a ejercer la crítica, a no encontrar valor alguno en la obra de Nahui Olin y a expresarlo libremente, pero de una profesional de su nivel uno esperaría más argumentos y más curiosidad sobre el tema que trata. En frases como esta: “Nahui tiene el nivel de una instagramer, su único mérito fue ser una burguesa exhibicionista”, se lapida al personaje y a la artista. ¿Hay una sola verdad o un sólo punto de vista válido?

Es decir, ¿ningún usuario de Instagram hace arte? La condena se extiende a toda mujer que tenga el tino de nacer, como Carmen Mondragón, en una cuna de la aristocracia porfirista. No importa si se rebeló desde niña contra los cánones de conducta que las costumbres familiares de la época le imponían, no importa si logró independizarse desde sus veintes de ese mundo acartonado y castrante; tampoco vale si propuso a lo largo de toda su vida otra manera de ser mujer, más creativa, libre y autónoma, fuera del destino doméstico trazado de antemano por la sociedad conservadora de su tiempo. Y si tantos artistas de los años postrevolucionarios como Rivera y Atl o Edward Weston, Clearence Sinclair, Antonio Garduño… la retrataron y ella se desnudó, no para posar pasivamente, sino para expresarse con su cuerpo y “dibujar con él”, como bien dice Mariano Meza, a los ojos de Lésper resulta una “exhibicionista”. Cabe recordar piezas, como el torso que dibujó a lápiz y carboncillo sobre papel Jean Charlot, en las que los dos firman la obra, porque ella era más que una musa, una coautora.

Ahí donde observadores de la fotografía, como Mónica Mayer o Terri Geis, ven en Nahui, más que una modelo, a una pionera del performance; ahí donde Tomas Zurián descubre a la primera mujer caricaturista de México; donde estudiosos del Munal (como el curador Mariano Meza, Rebeca J. Barquera y Mariana Rubio) encuentran que detrás de la pintura y el grabado y del diseño de las portadas de sus libros hay conocimiento, experimentación de teorías del color, una exploración de la física y la perspectiva curvilínea… también hay miradas que insisten en descalificarla como “perpetua amateur”. Ahí donde Jorge Boccanera encontró a una poeta digna de formar parte de una antología latinoamericana, hay quien lee “berrinches egocéntricos”. Una mujer que explora su interior, que cultiva el espíritu y escribe con un lenguaje erótico insólito para su época, que reconoce su deseo como parte esencial de la existencia y vive su sexualidad libremente; que, además, hace investigación científica, publica cinco libros e indaga desde el cosmos hasta el cerebro humano, esconde algo mucho más complejo que quizá todavía no se comprende del todo.

A la crítica de arte le parece injusto que se ponga atención a la obra de Nahui cuando, al mismo tiempo, pintaban Frida Kahlo y María Izquierdo. ¿Tan pocos lugares hay para las artistas mujeres? ¿No es hora de ampliar el panorama? Le cuestiona no haber aprendido a pintar “ni al lado del Dr.Atl”, es decir ¿por qué insiste en ser diferente?

La crítica y el diálogo, finalmente, siempre enriquecen la conversación.

adriana.neneka@gmail.com

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