Esta es una historia que contaba James Aggrey: “Érase una vez un campesino que fue a la selva vecina a cazar un pájaro para tenerlo cautivo en su casa. Consiguió un aguilucho y lo puso en el gallinero con las gallinas. Comía maíz y la ración propia de gallinas, aunque el águila fuese rey/reina de todos los pájaros”.

Cinco años después, un naturalista visitó al campesino y observó: “Ese pájaro de ahí no es una gallina. Es un águila”. Sí, respondió el dueño de aquella casa (…) pero criada como gallina. Ya no es un águila, se ha vuelto gallina como las otras a pesar de esas alas de casi tres metros de envergadura. Jamás volará como un águila”.

El naturalista lo retó porque pensaba que el corazón de águila la haría volar un día a las alturas. Lo intentó dos días, levantándola en alto: “¡Águila, perteneces al cielo y no a la tierra, abre tus alas y vuela!” Pero cuando el águila veía a las gallinas, escarbando en el suelo, saltaba para unirse a ellas. Al tercer día se llevaron al águila fuera de la ciudad, lejos de las casas de los hombres, en lo alto de una montaña. Cuando el naturalista la desafió a volar, el águila, desde el antebrazo del hombre, miró a su alrededor. Temblaba. Entonces él la puso en dirección al sol para que sus ojos pudieran llenarse de claridad y de horizonte. Y el águila voló y voló hasta perderse en el cielo.

James Aggrey fue un importante educador de Ghana cuyas ideas sembraron el sueño de la liberación colonial de su país el siglo pasado. “(…)Nos han hecho pensar como gallinas. Pero somos águilas. Abramos las alas y volemos. Volemos como las águilas. Jamás nos contentemos con los granos que para escarbar nos arrojaron a los pies”.

La historia la reproduce Leonardo Boff en su libro El águila y la gallina (Editorial Trotta) para convertirla en metáfora de la condición humana. Ubica dos dimensiones fundamentales de la existencia: “La dimensión del enraizamiento, de lo cotidiano, lo limitado y lo prosaico: la gallina. Y la dimensión de la apertura, del deseo de lo poético y de lo ilimitado: el águila”.

A lo largo de todo un ensayo desde la filosofía, la antropología, la psicología, la física cuántica y la ecología, Boff parte del Big Bang hasta nuestros días para analizar la complejidad humana. Somos idealismo (águila) y realismo (gallina): “El águila por más que vuele en las alturas está obligada a bajar al suelo para alimentarse, cazar un conejo… Somos águilas, pero debemos reconocer nuestro arraigo en una historia concreta, en una biografía irreductible con limitaciones y contradicciones: nuestra dimensión gallina”. El gran problema, advierte, es que los poderes de hoy en el mundo insisten en mantener al ser humano reducido a la situación de gallina, con un horizonte que no va más lejos de la cerca más próxima y en borrarle de la conciencia su vocación de águila que es apertura a lo no ensayado, a la búsqueda de lo imposible, a horizontes inexplorados. El reto es recuperar nuestra dimensión águila, para no acomodarnos en el corral y en nuestro pequeño mundo. Decía Fernando Pessoa: “Yo soy del tamaño de lo que veo, no del tamaño de mi estatura”.

En la sabiduría de Boff y de Aggrey hay un gran lugar para la ética y la compasión, de las que poco se habla hoy. Nuestra condición gallina no alcanza para entender el drama humano de los migrantes, necesitamos los ojos del águila para mirar este fenómeno global con más claridad y conmovernos. Desde el corral tampoco alcanzamos a ver la dimensión del calentamiento global en la llegada del sargazo a las playas del Caribe o la urgencia de la investigación científica para abordar el problema sin poner en riesgo los ecosistemas marinos. Requerimos la mirada de los poetas y los artistas para ver la realidad desde otros horizontes.

El apoyo del Estado a las artes y las ciencias no ha de ser el del dueño de la casa que alimenta el gallinero, sino el del naturalista que reconoce a las águilas y las alienta al vuelo.

adriana.neneka@gmail.com

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