Hace apenas unos meses se le rindió un homenaje en Bellas Artes, como conclusión del IV Festival Romano Picutti. El maestro Delfino Madrigal Gil, músico insigne, representante de una veta preciosa que, a pesar del escaso respaldo a la música culta y sagrada, se resiste a extinguirse, falleció este miércoles 28 de septiembre. Discípulo, entre otros, de Miguel Bernal Jiménez, había nacido en Erongarícuaro, Michoacán, en la ribera del Lago de Pátzcuaro, en 1924.

A los siete años de edad, en 1931, dejó su pueblo natal para dirigirse a Morelia y empezar su formación musical. Él mismo comentaba la anécdota, que refleja su temple y voluntad. A mí me la transmitió el Maestro Jesús López, actual Organista Titular de la Catedral Metropolitana de México. El sacerdote de su pueblo había convocado a algunos compañeros para estudiar en Morelia. Para muchos, era la única oportunidad de salir y obtener una mejor educación. Pero Delfino no había sido llamado. En su corazón estaba el deseo y la decisión. Sin poder mediar mayor preparación, se dirigió al embarcadero. En ese tiempo, la canoa era el único medio para salir de Erongarícuaro. A toda prisa se despidió de sus padres y tomó algunas prendas de vestir. Al llegar, la canoa ya había partido. Pero él no se dio por vencido. Empezó a gritarles con tal intensidad, que la canoa regresó por él. Fue la salida de “El Pinque” de su pueblo. Poco después, su voz quedaría integrada al Coro de Infantes de la Catedral de Morelia. Todo el resto es música.

La suya es una búsqueda a la vez tradicional y moderna, que integra en figuras rítmicas, melódicas y armónicas tanto lo más depurado de la liturgia católica como expresiones folklóricas mexicanas y aventuras acústicas recientes. Educado en una escuela musical clásica y disciplinada, se abrió a la renovación propiciada por el Concilio Vaticano II, siendo testigo y protagonista de sus exploraciones, conquistas y ambigüedades. De hecho, su período como Organista Titular de la Catedral de México corresponde al tiempo del concilio y del inmediato postconcilio (de 1961 a 1976). Su “Misa Mexicana” refleja esta doble orientación tradicional e innovadora.

Además de destacar como compositor y organista, dedicó una importante parte de su vida a la formación musical de niños y jóvenes, convencido –como él mismo lo había vivido– que una faceta privilegiada de la experiencia musical consiste en compartirla y abrirle su horizonte a las nuevas generaciones.

Aunque entre sus obras sobresale el legado de música litúrgica, compuso también música para órgano, para piano y para orquesta, además de canciones, en especial para niños. Su “Suite Pueblerina Tarasca” para orquesta de cuerdas y coro es un homenaje a la tierra que siempre amó, en la que recrea un viaje a través de los pueblos de la región lacustre de Pátzcuaro, integrando ritmos y melodías originarias.

La partida del maestro Madrigal suscita una oración agradecida, pero también una súplica ferviente. Cultivar la música es un ejercicio que ennoblece el espíritu de quien lo hace, pero que también teje una realidad social marcada por la belleza y el sentido de trascendencia. Abandonar estos derroteros es permitir no sólo que la comunidad se envilezca, sino también que se pierda la esperanza y el sentido. El testimonio de Delfino Madrigal es un reclamo a todas las instituciones que deberían estar comprometidas con la promoción de lo mejor del ser humano, y no conformarnos con los dictados del mercantilismo y el utilitarismo político. La paz y la alegría tienen también que ver con la música. Como un tributo a quienes nos han precedido, no lo olvidemos.

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