Foto: Anónimo, Parábola del rico y Lázaro

La crítica más tajante en el pensamiento moderno a la misericordia proviene de Nietzsche. “Nada más enfermo en nuestra enferma modernidad que la compasión cristiana” (Anticristo, n. 7). Para llegar a semejante juicio, antes pudo afirmar: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad… Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer. ¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo” (Anticristo, n. 2).

No sólo causa perplejidad que se llegue a semejantes planteamientos, sino que haya quien se sienta seducido por su viscosa argumentación. El mérito del autor consistió en acertar la identificación del cristianismo con su misericordia, no en la valoración que hizo de ella.

Pero ¿es la misericordia una ofensa a la dignidad humana? El mismo Juan Pablo II abordó la paradoja del malestar que en ciertos frentes se genera ante la compasión, en los casos en que “percibimos principalmente en la misericordia una relación e desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre” (Dives in misericordia, n. 6).

El mismo Papa dio la pauta para solucionar la dificultad. Esa perspectiva tiene lugar sólo cuando se considera la relación humana en su carácter exterior, comparando las capacidades y posibilidades de las personas. Más aún, sería incuestionable la crítica si la actitud compasiva encerrara el desprecio del hombre frágil, y con ello se renunciara a reconocer su valor o se le prolongara voluntariamente un estado de postración. La caridad así vivida sería opresora, sin duda, y no evangélica.

Existe otra manera de ver las cosas. Consiste en afirmar el valor indeleble del ser humano, independientemente del nivel de desgracia física o moral que se haya podido alcanzar. En este sentido, “la relación de misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre, sobre la común experiencia de la dignidad que le es propia” (Dives in misericordia, n. 6). La reacción interior ante el mal del hermano no es entonces una afirmación de la propia superioridad, ni un simple estado emotivo que se supera cerrando los ojos, o una piadosa filantropía que escamotea el dolor. En la auténtica misericordia, el resorte que se despierta es la certeza de que el hermano, precisamente en cuanto ser humano, tiene un valor en sí mismo que va más allá y se mantiene por encima de la condición en la que se encuentre, y por ello mismo debe ser respetado y merece ser auxiliado y acompañado. Es una interpelación a la solidaridad que brota de la intuición de una dignidad afín.

Al afirmar la dignidad del prójimo, la misericordia proyecta otra convicción implícita: la del propio valor. Y ya no lo capta a partir del propio bienestar, sino advirtiendo que dicho valor se mantendría incluso en el caso de caer en el más hondo precipicio. La afirmación del yo no es entonces egoísta, sino apertura al amor.

El sustento último de la dignidad se abre, sin embargo, a una misericordia anterior. Porque más allá de nuestras debilidades, la afirmación decisiva de nuestro valor pende de una existencia recibida, de una bendición. Por eso invoca a Dios. La compasión humana, si es dócil a sus mecanismos interiores, descubre pronto su raíz religiosa y su aspiración a la plenitud. A partir de ello puede intuir también que Dios es misericordioso.

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