La historia es sencilla: una mujer subió una foto a su Instagram. Aparece de espaldas, viendo al mar. «Las despeinadas se divierten más», afirma, haciendo referencia a su pelo, mojado, con su trenza empezándose a deshacer. La imagen es bella, repleta de contrastes: su pelo blanco, con raíces negras —como le gusta—, resaltando entre el mar azul y las montañas verdes. Una imagen como tantas que suben muchas mujeres a sus cuentas personales. Amigos y amigas manifestaron su gusto, como los amigos y amigas hacen. La  dinámica cotidiana y amable de las redes transcurría sin problemas. Hasta que apareció un comentario de un desconocido: «Coperacha pal retoque?» (sic)

Desde que leí ese comentario, no he dejado de pensar en lo que refleja: el machismo cotidiano. A lado de los feminicidios, de las violaciones, del acoso sexual, parece insignificante. Pero es parte de lo mismo. De esta violencia que irrumpe las vidas de las mujeres, que invade sus espacios de tranquilidad, que trastoca su seguridad.

Concedamos que, bajo ningún parámetro, se trata de un mensaje amable. Es una violación de una de las normas más básicas que se nos repite desde la infancia: «Si no tienes nada bueno qué decir, cállate.» Desde aquí, es válido replicar. El problema es que eso no es tan sencillo. Entran los miedos: ¿qué si es de los hombres que, ante la reacción, se venga? ¿Qué si se convierte en un acosador incesante? Lo que es un espacio repleto de fotografías e información personales, de repente se transforma en un arsenal. ¿Qué si escala y lo usa en mi contra? ¿Qué si no para? Las historias que diariamente circulan sobre los trolls son imposibles de ignorar. Bloquearlos es insuficiente; reaparecen una y otra vez.[1]

Un vistazo al perfil de este hombre revela que prácticamente todas las cuentas que sigue son de mujeres. Aquí es donde es fácil ver que su comentario no es simplemente «grosero». No se trata de una persona que nada más no sigue las convenciones sociales de la amabilidad. Es reflejo de la actitud de un macho que consume mujeres. Lo que para unas son fotos de sus vidas cotidianas, para otros son imágenes para su deleite. Y cuando algo no está a su altura, lo hacen saber, como clientes empoderados. Sintiéndose con el derecho de opinar, cuando nadie se lo ha permitido. Y opinan desde lo que les parece a ellos, sin considerar por un segundo qué es lo que ellas quieren. Son objetos diseñados para agradar a otros, lo quieran o no. Que tengan sus cuentas públicas se interpreta como una invitación para hacer en ellas lo que se quiera. Bien se repite: no quieres contacto así, no tengas una cuenta así. Y es la lógica de siempre: que ellas aseguren sus cuentas (o cambien los espacios que frecuentan); que ellas alteren lo que publican (o lo que se ponen); que ellas cambien. Ellos «son así». El mundo «es así». Y ante este mundo, les corresponde a ellas adaptarse. El Internet: ¿un espacio de libertad ilimitada… para quién?

Si el mundo es así, es porque lo permitimos. Podría ser distinto. Más aún: debería ser distinto. ¿Pero qué hacemos para lograrlo? ¿Callamos, minimizamos, descalificamos? Lo imagino perfecto: «qué exageradas. Es un comentario.» La pregunta es: ¿y para qué era necesario? ¿Por qué no irse contra quien lo hace, en primer lugar? ¿Por qué hay que soportar interacciones así? ¿Qué aportan que es tan importante defenderlos o excusarlos? Más cuando una y otra vez se afirma que lastiman, que incomodan, que violentan. Insisto: ¿por qué permitir que las cosas «sigan así»?


[1] Para ejemplos de la clase de violencia en línea a la que me refiero, sugiero leer lo siguiente: «» de Nadia Rosso y Luisa Velázquez Herrera, «» de Catalina Ruiz Navarro (que es, de hecho, sobre Nadia y Luisa y la violencia de la que siguieron siendo objeto después de sus denuncias), «», también de Catalina, «» de Diane Padilla y «» de Rose Mary Espinosa. Para más casos, pueden checar de GenderIt.Org. Es espeluznante todo lo que se puede hacer en línea en contra de las mujeres.

Google News

Noticias según tus intereses