Hace un par de semanas elogié la actuación de Isabelle Huppert en la nueva película de Paul Verhoeven, Elle (2016). No quiero retractarme ahora pero sí complementar lo que dije antes con una comparación un tanto adversa para la nominación al Oscar de madame Huppert —aunque dudo que los votantes de la Academia estén de mi lado—. En Elle, la gran actriz francesa destaca por un papel al que ya está acostumbrada: una inconmovible dama de hielo. Si visitamos de nuevo sus mejores papeles de las últimas dos décadas la veremos haciendo más o menos lo mismo, aunque siempre con la misma destreza. La pianista (La pianiste, 2001), El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003), Materia blanca (White Material, 2009), Una relación perversa (Abus de faiblesse, 2013), nos presentan a una Isabelle Huppert templada, una experimentada emperatriz en crisis pero también en control de su entorno. Por supuesto que todos estos roles tienen sus distintos matices pero en general son variaciones del mismo personaje. En contraste, Valley of Love (2015) nos permite ver el vasto rango de Huppert al interpretar a una mujer más común y más frágil, pero es una excepción en una carrera dominada por la recurrencia.

El punto de comparación que prometí antes es por supuesto el papel de Natalie Portman como Jacqueline Kennedy en el más reciente filme del chileno Pablo Larraín, Jackie (2016). Es cierto que ya hemos visto sufrir a Portman en sus actuaciones más memorables, las de Closer (2005) y El cisne negro (Black Swan, 2011), pero en Jackie su talento para manipular la voz y los movimientos más aparentemente inofensivos logra trascender una mera imitación o una caricatura y nos muestra la inmensidad de un ser atrapado en la prisión de su propia dignidad. Si Huppert está nominada al Oscar por culminar un papel en el que ya está experimentada, Portman debería ganarlo por uno en el que explora e inventa. Su Jackie Kennedy es una construcción compleja, atrapada entre el patetismo de una mujer desesperada por engrandecer a su difunto esposo y el coraje de una Primera Dama que se rehúsa a ocultarse durante la tormenta. El ya muy comentado acento de Portman es quizás el detalle más obvio de su impecable transformación pero me parece más importante la sutileza con que camina mientras muestra la Casa Blanca a un equipo de televisión. Sus piernas se deslizan lentamente y de forma calculada, como las de un flamingo elegante; su cabeza se mantiene quieta mientras habla o se acomoda sedosamente cuando escucha. Podemos conocer el interior de Jackie fijándonos nada más en su respiración. Sólo en flashbacks la vemos fuera del personaje de la Primera Dama. Frente a su esposo, el señor Presidente, Jackie se relaja y se ríe. Baila. Su intimidad y su ligereza existen sólo en los días anteriores al 22 de noviembre de 1963.

Pero Jackie es mucho más que lo mucho que ya es la actuación de Portman. Pablo Larraín es, para mí, uno de los grandes cineastas tópicos y dramáticos en un tiempo cuando, en palabras de Jorge Ayala Blanco, el cine ya no narra. Larraín es, para culminar el halago antes de explicarlo, el gran poeta cinematográfico de la Historia. Su filmografía es una reflexión y un rescate del pasado chileno, que ahora se aventura a comprender a una de las grandes figuras de la iconografía estadounidense. De Tony Manero (2008) a Neruda (2016), las películas de Larraín buscan en la dictadura, el pecado y la creación, una imagen de la nación que fue y que de alguna manera sigue siendo Chile. Es un cine de heridas que hiere para evitar el olvido. Su dramaturgia, donde se encuentran lo épico, lo nacional y lo individual —como en el cine de Rainer Werner Fassbinder— es equivalente a su imaginería, que se adapta genialmente a las necesidades del guión.

Con una fotografía que rescata los colores y las texturas del formato en 8 mm, como el que usó Abraham Zapruder para capturar la muerte de John F. Kennedy, Larraín reconstruye los días posteriores al magnicidio más estudiado de la historia y recupera así la figura de Jackie Kennedy no como la Primera Dama elegante que hablaba español e invitó al público estadounidense a conocer la Casa Blanca en una emisión televisiva, sino como la viuda que tuvo que soportar la muerte y las miradas del mundo mientras intentaba salvar a su esposo del olvido. “¿Qué es lo que hemos logrado realmente?”, se pregunta Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard) sobre el legado presidencial de su hermano. Jackie se rehúsa a encontrar en la presidencia interrumpida un fracaso. Al contrario, ella lo compara con el Camelot del rey Arturo y así se lo dicta —casi literalmente— a un periodista (Billy Crudup) que espera que ella grite en cualquier momento: “¡Mi esposo era un gran hombre!”. Larraín muestra a la vez a una mujer absurda, obsesionada con una grandeza que cualquier historiador podría desafiar, pero también a una mujer amorosa y leal que en su devoción a su esposo y a su deber se convirtió en un símbolo. Tan valiente como necia al marchar en una riesgosa procesión después de la muerte de su esposo y de su asesino, la Jackie de Larraín es un personaje vasto y conmovedor en una película que destaca por su realismo psicológico, pero también por sus ambiciones históricas y su forma.

Para afirmar sus ideas, Larraín utiliza una estructura fragmentada pero rigurosa que narra cinco tiempos a la vez. La película rechaza la coherencia temporal en favor de un estilo ensayístico que explora las nociones de tradición de Jackie, su pena, su ambición y su imagen real de su esposo. A lo largo del metraje, la música de Mica Levi colorea los distintos estados de Jackie con una precisión y una belleza casi indecibles. Su estilo minimalista, abundante en silencios, suena como las lágrimas de una mujer mientras golpean el suelo; como su dualidad, que se desenvuelve en notas. Entre las dos Jackies, la que se descubre como madre de la nación, y la que se limpia la sangre de su esposo mientras llora, existe un artista decidido a capturar las ambigüedades de una mujer; existe la mirada insólita y compasiva de Pablo Larraín.

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