No es inusual la historia de un tío excéntrico que adopta a su sobrino y —o— le cambia la vida. Lo hemos visto en las películas de Spider-Man y John Candy —cómo olvidar al tío Buck—, y de alguna manera Al Pacino interpreta ese rol en Perfume de mujer (The Scent of a Woman, 1992) cuando le enseña a vivir a un adolescente Chris O’Donnell. De los tíos más aptos a los más ineptos, todos siguen un arco similar hacia la sustitución de los padres y terminan dejando lecciones inolvidables sobre cómo aprovechar el poder, cómo darse a respetar y cómo encontrar la justicia en un mundo de instituciones excluyentes. La vida es sueño. Sin embargo, en su obra del mismo nombre, Calderón de la Barca nos muestra lo contrario. La vida es las incursiones de impulsos tan contradictorios y a veces despiadados como una camilla que no entra en una ambulancia.

Esta última imagen proviene de Manchester junto al mar (Manchester by the Sea, 2016), la nueva cinta del dramaturgo y cineasta estadounidense Kenneth Lonergan. Después de una catástrofe irredimible en la vida de Lee (Casey Affleck), Lonergan encuentra un respiro humorístico en la torpeza y la incomodidad de no poder plegar la base de una camilla. Más tarde hará lo mismo con un par de adolescentes intentando hacer el amor antes de que la madre de la muchacha los sorprenda, o durante el torpe intento de Lee por encontrar su auto cuando acaba de recibir noticias inquietantes. “Creo que he estado en pocas situaciones donde no esté pasando algo gracioso”, le explicó el director al crítico Peter Howell. Probablemente sea una experiencia universal, aunque quizás una que no todos están dispuestos a reconocer. En una escena similar a las que describí antes, la cuñada de Lee, Elise (Gretchen Mol), reacciona en nombre de los espectadores más pasmados por los gags de Lonergan: “¡No veo cómo cabe el humor en esta situación!”.

La comedia es el intento de aliviar la desgracia para el espectador. Es idéntica a la tragedia pero en ella nos reímos de la torpeza y el error. Sin embargo no por ello nos distanciamos del protagonista ni se reduce su presencia a la caricatura —ese es el trabajo de la farsa—. El guión de Lonergan no se trata tanto de la muerte del hermano de Lee y el nuevo rol de éste como el tutor de su sobrino Patrick (Lucas Hedges), un adolescente promiscuo, caprichoso y astuto. Ante la posibilidad de seguir el modelo convencional de Hollywood, Lonergan no elige la opción más  revolucionaria —aunque sí es rebelde— sino la más humana. Mientras arregla el funeral de su hermano, Lee tiene que decidir si puede quedarse en Manchester, Massachusetts, donde vive su ex esposa, Randi (Michelle Williams), y donde todos lo miran y lo recuerdan como “ese” Lee, el que un día cometió un error que ni él mismo puede perdonarse. Entonces, Manchester junto al mar no se trata de las lecciones o de las aventuras, al contrario, Lee raras veces sabe cómo resolver los problemas y su deseo más grande es escapar de ahí para regresar a su vida de expiación.

La primera vez que vemos a Lee, Lonergan nos lo muestra trabajando como conserje. El encuadre —que por cierto se repite— revela mucho sobre el personaje: Lee está tras el marco de una puerta, como atrapado, intentando arreglar las casas de los habitantes de un edificio. Mientras ellos revelan una inmensa vida interna en breves apariciones, desde su fastidio por ir a un bar mitzvah hasta enamoramientos secretos, Lee permanece casi inmóvil de la cintura para abajo y responde incómodamente en monosílabos cuando le hablan. Su reacción más humana es insultar a la gente o golpearla. Affleck logra quizá una de las mayores actuaciones de los últimos años al expresar la incapacidad verbal de su personaje sin exagerar o sin parecer calculado. Es cierto que él mismo refleja esa incomodidad en la vida real con su voz aguda y ronca, pero en la película su presencia también expresa una melancolía que lo reduce a una sombra. Su mirada está perdida la mayor parte del tiempo y nunca parece estar en su entorno. Lee es, en cierta forma, el hombre ridículo de Dostoyevski, que comienza a toparse con la gente en la calle porque todo le parece insignificante.

Pero el triunfo no sólo le pertenece a AffeckManchester junto al mar es en buena medida una película de actores—, sino también al resto del elenco. Hedges es un adolescente total y el opuesto necesario de Lee en el rol de Patrick. Su confianza sexual contrasta con el celibato de su tío y balancea la indiferencia absoluta de Lee con sus irrefrenables ganas de vivir, de tocar, de coger. Los padres de Patrick no aparecen mucho en pantalla pero Kyle Chandler y Gretchen Mol logran darles personalidades identificables en la vida fuera de la pantalla como el papá simpático y la mamá neurótica. Mathew Broderick hace una aparición que confrontará a los admiradores de Ferris Bueller y, aunque es un estereotipo, expresa una agresividad orgánica. Pero es Michelle Williams quien inventa en Randi una de las esposas más conmovedoras que haya visto en pantalla. La forma en que corre a su esposo y a sus amigos borrachos del sótano refleja al mismo tiempo control y amistad, es decir, la confianza para ser mandona y para saber que nadie va a recriminárselo. Sus lágrimas y su desesperación son también genuinas y en un punto se convierten en un complejo artefacto tragicómico: son torpes y dolorosas mientras interrumpen frases que mueren a medio vivir.

Esa interrupción y esa torpeza definen el inusual tono de Manchester junto al mar y la hacen un hermoso y brillante retrato de un hombre que sufre. Además, Lonergan muestra su genio como dramaturgo al expresar mucho en pocas palabras, pero también como cineasta al permitir que las imágenes y la música —que contrasta irónicamente con lo que vemos en pantalla— nos expresen el infinito mundo dentro de los personajes. Con su extraordinaria estética de lo incómodo, su filme logra encontrar un balance entre la desgracia y la repentina luminosidad de la risa, y quizá en unos años un lugar en la historia del cine.

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