Cuando Iris Apfel se mira en el espejo, la nonagenaria leyenda de la moda ve una muchacha fea. Frieda Loehmann, fundadora de la tienda de ropa y accesorios Lohemann’s, le dijo a una joven Iris: “No eres bonita y nunca lo vas a ser, pero tienes estilo y eso siempre es mejor”. La señora fea en el espejo es irrelevante ante la excéntrica pero siempre elegante dama que le explica a Albert Maysles: “Me gusta improvisar”. Iris compara su forma de vestirse con el jazz, decora su casa con peluches desparramados como huéspedes enfiestados en sillones y mesas —la rana René, o Kermit, como le dicen ahora, pende borracha de una avestruz que esconde alcohol—; Iris se cuelga varios collares vistosos pero siempre hermanados por color y forma, usa prendas de Gaultier y ropa de un dólar comprada en la pizca de Miami; adquiere brazaletes en una tienda africana en Harlem. “La gente de Harlem”, dice, “tiene más estilo”. De la moda, lo que acomoda. Sin prejuicios de consumo como la marca o el diseñador, Iris es felicitada y admirada por directores de revistas y celebridades. Kanye West la saluda con emoción. Soy una gran admiradora”, le dice Iris al rapero.

El último documental del último de los hermanos Maysles es la despedida apta para una carrera enfocada en los excéntricos y los marginados. De los melancólicos vendedores de puerta en puerta en Salesman (1968) a las abandonadas parientes de Jackie Kennedy Onassis en Grey Gardens (1975), pasando por los desilusionados hippies de Gimme Shelter (1970), la carrera de los Maysles hizo de los bordes de la sociedad un lugar reconocible e íntimo. En sus documentales los raros ya no eran raros: se habían convertido en personas conocidas. Los Maysles rescataron la humanidad de nuestros rechazados y aunque no cambiaron el mundo le dieron más rostros al álbum de la historia. Iris (2014) nos muestra a una reina que se sentó sin ceremonia y sin necesidad de bendiciones —aunque las hubo— en el trono de la moda. Decana del diseño de interiores —trabajó para la Casa Blanca— y objeto de una exposición en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, Iris es la quintaesencia de los protagonistas de los Maysles, aunque su triunfo es una rareza. Extraña pero jamás marginada, Iris es la monarca de los inusuales, una niña infinita. Como si supiera que ya se iba, Maysles cierra su trayectoria con la historia ya no de un fracaso o un abandono, sino de una victoria. Pero no una victoria sin matices.

Iris se enfrenta a unos tiempos que amenazan con olvidarla. Su ingenio y carisma la mantienen viva, pero Maysles pareciera preguntarnos: ¿Qué pasará cuando no esté ella para hacer graciosas vueltas y reverencias o para enseñarnos a regatear con un “Lo siento, soy tacaña”? ¿Quién desafiará al consumismo diciendo: “Es mejor estar feliz que bien vestido”? Iris da clases a estudiantes de diseño de moda con la esperanza de recuperar cierto sentido de la historia. Los trajes y vestidos de una época, como también lo explica Bertrand Bonello en Saint Laurent (2014), nos cuentan cómo fue ésta, son la narrativa de nuestro tiempo. Iris explora y justifica la noción de que la moda es una forma de expresión que no por ser reproducida de forma industrial resulta vana. Lo que uno es se refleja en su vestido, como en el caso de la propia Iris. Por eso si el estilo es sagrado también el rostro es intocable. Entre ser hermoso y tener estilo, Iris advierte que es mejor no ceder a las cirugías. “Conozco gente que acaba pareciendo un Picasso”.

Con sus decenas de brazaletes, sus lentes redondos de inmenso aumento, su cabello corto y purpúreo, sus varios collares, Iris ha definido un estilo que sólo ella puede utilizar; una suerte de kitsch controlado que se impone también sobre su esposo, de quien era inseparable hasta este año, cuando murió Carl. Maysles captura la convivencia entre estos dos ancianos mejor vestidos y más enamorados que los jóvenes del Upper West Side con una naturalidad única en su mirada. “Yo creo que sí me la quedo”, dice en broma Carl sobre su esposa. En otra escena discuten sobre el yogur que hay en la casa como una pareja cualquiera. Ambos están siempre juntos, siempre intentando rebasar a su cultura. Su matrimonio es una rebelión contra el tiempo y las tendencias.

Hacia el final de la película, Maysles dirige el tono discretamente hacia la muerte. Entre chistes —“Diles que ando caminando por ahí todavía para ahorrarme los gastos funerarios”— y silencios, sabemos que Iris teme perder a Carl, ya sea muriendo o sobreviviendo, pero en algún momento, como lo dictan los votos matrimoniales típicos, la muerte los va a separar. Ya lo hizo. En estas escenas, Iris se revela como la frágil mujer que desafía todo y se ríe de todo para esconder sus lágrimas. La rara avis no logra escapar de Maysles, que la capta en su nido preguntándose cómo terminarán sus temporadas de moda y de sol. En su vuelta en U hacia la inconsciencia, Iris es todos nosotros y quizá, de manera más peculiar, el propio Maysles, que veía su partida cerca. La melancolía contradice el resto de la película pero también expande nuestra noción de Iris. Fenómeno y ser de carne, Iris sobrevivirá al menos en una de sus dos formas gracias a su inmensa personalidad, pero también gracias a un hombre, Maysles, que decidió, al despedirse, despedirla.


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