El segundo largometraje documental de la realizadora salvadoreña/mexicana Tatiana Huezo, Tempestad (México 2016), es un triunfo de la imagen y la narrativa audiovisual. Una película absolutamente intoxicante y perturbadora que mueve al espectador usando los medios más sencillos (que no simples): unas cuantas imágenes bellamente fotografiadas, una voz en off que va contando una historia aterradora, una edición que mezcla estos elementos creando un flujo de imágenes y sensaciones que pocas veces se ve en un documental.

Todo sería fantástico excepto porque Tempestad es un documental tan bello como terrible, una especie de road movie que revela un México de terror cuya corrupción impune y criminal va devorando lentamente a sus hijos, que somos nosotros mismos.

La anécdota que narra Tempestad es de esas notas que se pierden en el horror ya cotidiano de la información diaria. Una mujer llamada Miriam es acusada de un delito que no cometió (trata de blancas). Sin posibilidad a juicio ni juez (la sentencia estaba previamente escrita), es llevada a un centro penitenciario con “autogobierno”, es decir, una cárcel donde los criminales son los que tienen el control de todo lo que sucede adentro.

Lo que sigue es un relato de terror. La descripción de cómo, en la impunidad absoluta, el crimen controla los destinos de las pobres almas que caen en este círculo dantesco. El único escape es pagar la cuota mensual (impuesta por los criminales y que debe ser saldada en dólares), la única esperanza es que ese pago nunca falle. Las consecuencias de no pagar son funestas.

En paralelo, la historia contraria. Una mujer, Adela, madre de familia, de profesión payaso, busca a su hija adolescente. Un día simplemente no volvió de la escuela. Las autoridades iniciaron la investigación pero no hay resultados. Ni modo señora, así es esto, resignación. Pero no hay resignación posible para una madre que de la noche a la mañana pierde a su hija. Las investigaciones hechas por Adela junto con familiares apuntan a que su hija fue secuestrada por una banda de tratantes de blancas, cuyos lugartenientes son judiciales.

Se trata de las dos caras de un mismo país podrido de sus instituciones de justicia: por un lado la fabricación de culpables para maquillar cifras. Por otro lado, las víctimas del delito que supuestamente ya se ha resuelto pero que en realidad exhibe una gran simulación. El teatro guiñol de la justicia mexicana.

La construcción de la cinta es absolutamente notable. Mientras la historia se narra -siempre mediante la voz en off de las víctimas- en la pantalla vemos imágenes de gente recorriendo el país en un autobús. El flujo de imágenes y rostros, paisajes y miradas, describen un México sin rumbo, árido, gris, sumamente triste y desolador, en medio de una tormenta perfecta.

El anonimato de estas personas sugiere la idea más perturbadora del filme: esto nos puede pasar a todos, nos puede pasar a ti, a mi, a un amigo o a un conocido. La impunidad nos hace a todos rehenes de los criminales.

Tempestad va más allá del simple registro de un hechos funestos. La cinta contagia mediante su brillante armado una sensación de pesadez y desasosiego. El contraste entre la horrible narración y la belleza árida de sus imágenes (excelente fotografía de Ernesto Pardo) crea atmósferas incómodas. El país visto a través de la ventana de un camión, que se vuelve al mismo tiempo una pantalla de cine.

Detrás de esos rostros curtidos por el tiempo, de esa madre maquillada como payasito lista para que el show continúe, detrás de esos rostros anónimos, Tatiana Huezo se asegura de mostrar un leve atisbo de esperanza, tan necesario para el país, tan fundamental para que nosotros, los espectadores, podamos levantarnos de la butaca para salir a vivir esta terrible realidad nacional.

Entrevista con Tatiana Huezo - Directora de Tempestad

¿Cómo llegas a esta historia?

Miriam y yo éramos compañeras en el CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos). Cuando me entero de lo que le pasó la busco y al verla se me partió el alma, era como ver a una muerta que camina. Es impactante ver lo fácil que te pueden romper la vida. Me afectó mucho verla y decidí que había que filmar esta cinta.

¿Cómo llegas a la conclusión de que la mejor forma de narrar esta historia es mediante estas imágenes de personas ajenas a la misma mientras viajan por carretera?

Quise recrear esta sensación de cuando viajas en autobús: tus ojos van viendo el paisaje pero tu mente está en otro lado. Lo que hice fue usar el poder de la evocación que transmitían esas imágenes de carretera para que los ojos y oídos del espectador despertaran a sus propios demonios. Es lo que se narra y lo que se ve, pero también es lo que esas imágenes te provocan. Al final el mensaje era: esto no tiene rostro, nos puede pasar a cualquiera.

¿Fue complicado filmar esas secuencias?

Teníamos toda una estrategia, necesitábamos que la gente nos firmara un permiso, algunos se enojaban pero cuando les platicamos de qué iba el asunto nos ayudaron. Me importaba la naturalidad, así que primero filmábamos y luego pedíamos perdón. Funcionó en la mayoría de los casos.

¿Cómo te afectó estar tan cerca de estas historias?

Me afectó mucho. Empecé a tener ataques de pánico, no podía dormir, tenía pesadillas. Tuve que tomar terapia luego de entregar la cinta.

Que costoso es entonces ser un documentalista...

Es complicado porque vives en la piel del otro, pero no hay otro camino para hacer estas historias, te debes dejar tocar por ellas.  Es el costo de esta profesión.

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