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En su reciente libro Fascism: a warning, la ex secretaria de Estado Madeleine Albrigth, destaca que el fascismo, que fue una de las causas de la brutal Segunda Guerra Mundial, que causó la peor carnicería humana de la historia y que se creía erradicado, está resurgiendo. Ello, advierte, es la más grave amenaza que confrontamos. El avance de la extrema derecha en países de la Unión Europea ya se refleja en las elecciones: cuatro países son gobernados por la derecha (Austria, Bulgaria, Hungría y Polonia), once por coaliciones de centro-derecha (Bélgica, Croacia, Chipre, Dinamarca, España, Finlandia, Gran Bretaña, Holanda, Irlanda e Italia), solo cinco por la izquierda, y los restantes siete por variadas coaliciones. En América Latina el fracasado socialismo del siglo XXI dio paso a gobiernos de derecha en Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Honduras y Perú. También aparecieron regímenes autoritarios de derecha como los de Putin en Rusia y Erdogan en Turquía, así como el populista-conservador de Donald Trump. Aunque las circunstancias son distintas a las de 1918-1939 —la “era de las grandes catástrofes”— cuando nació el fascismo, existen muchas similitudes.
El fascismo fue producto de las dramáticas condiciones de Europa después de la Primera Guerra Mundial, pues fueron aprovechadas por líderes carismáticos, ambiciosos y desquiciados para autodesignarse redentores de los resentidos, de los olvidados y de la humillada patria. Forjaron su poder con demagogia, populismo, mentiras y difamaciones; agitaron los demonios del nacionalismo, del etnicismo, del racismo, del machismo, del fundamentalismo religioso, de los localismos, del conservadurismo nativista e identitario; se victimizaron y culparon de todos los males al enemigo externo (real o imaginario) representado por el extranjero, el migrante, el que se veía, actuaba y pensaba diferente, etcétera. Ese trágico asalto a la democracia liberal, incluyente y progresista se está repitiendo: los actuales demagogos están sacando provecho del fuerte malestar social de nuestros días. Muchas son las causas de ese encono que se expresa a través del difundido sentimiento antisistema, pero como destaqué en un artículo anterior (22/08/17), fundamentalmente es consecuencia de una política económica que ha creado un mundo de pocos supermillonarios y millones de pobres. La concentración de la riqueza es tan brutal, que 70% de la planetaria se centraliza en 1% de la población, el 71% de la de América Latina pertenece a un privilegiado 10%, y en México el 80% está en manos de un 10%.
Esa anomalía comenzó cuando las grandes corporaciones se apoderaron del Partido Republicano y lograron la elección de Ronald Reagan, quien impulsó, urbi et orbi, el neoliberalismo: aumento del déficit presupuestal y del gasto militar, reducción de impuestos a los ricos, congelamiento del salario mínimo, recortes a los programas sociales, médicos, educativos y culturales, desregulaciones en favor de las empresas y los bancos, etcétera. Como la agudización de la pobreza y la pavorosa crisis económica de 2008 intensificaron el malestar popular, se conducen distorsionadoras campañas para desviar la atención de las causas del problema y sacar mayor provecho del mismo. Se revivió la táctica fascista de achacar las penurias de las masas a las fallas de la democracia, a los medios de comunicación, los migrantes, los extranjeros, los liberales, los que son de otro color, credo o pensamiento, etcétera. Con ello se forjó un perverso circulo vicioso: crear desasosiego social, proyectarlo hacia otros, seguir oprimiendo a las masas contando —paradójicamente— con su apoyo, destruir la democracia y mantenerse en el poder. Mucha de esta siniestra manipulación, desgraciadamente, se está utilizando en nuestra actual campaña electoral.
Internacionalista, embajador
de carrera y académico