La inmoral manipulación del conflicto, de la seguridad, del miedo y del odio para alcanzar y afianzar el poder, no es nada nuevo, pero actualmente Donald Trump lo hace magistralmente. Cuando se carece de estatura y visión de líder y estadista, se recurre a la siniestra Teoría del Shock de Milton Friedman: sometiendo a la población a constantes presiones, se genera una “crisis real o percibida” que la “ablanda” y la hace aceptar lo que se le impone. Por ende, Trump desarticula resistencias y oposiciones dividiendo y polarizando con tácticas de desunión, confrontación, racismo, xenofobia, miedo, inseguridad, odio, etc. Enfrenta a blancos contra negros e hispanos; a cristianos contra musulmanes y judíos; a republicanos contra demócratas; a conservadores contra liberales; a ricos contra pobres; a hombres machistas contra mujeres feministas; a iletrados e ignorantes contra ilustrados y científicos; a residentes contra migrantes; a la opinión pública contra los medios de comunicación; al ciudadano contra el Congreso, etc. Un demagogo mentiroso, populista, ignorante y narcisista se impone oportunistamente cuando la sociedad está fragmentada y enemistada.

Esa repulsiva estrategia también la aplica en el exterior. Como EU ya no es la superpotencia de 1945 y perdió el liderazgo y prestigio de antaño, Trump y sus anacrónicas huestes de nativistas y unilateralistas buscan prevalecer desuniendo, desorientando y creando caos. Dio la espalda a sus dos únicos aliados fronterizos (¿traición?); abofeteó a sus socios europeos visitando primero Arabia Saudita (¿?); debilitó la histórica alianza atlántica argumentando su obsolescencia y falaces cuestiones financieras; dejó estupefacto a Occidente con su gran —y sospechosa— simpatía hacia Vladimir Putin; festejó el Brexit minando la cohesión de la Unión Europea; ofende a los británicos al grado que no desean los visite oficialmente; revive las tensiones con Irán boicoteando el acuerdo nuclear; se confronta peligrosamente con el lunático dictador Kim Jong-un; ignora completamente a América Latina y África; etcétera.

La cachetada ahora le tocó a Arabia Saudita y demás “amigos musulmanes”: ordenó que su embajada se traslade a Jerusalén por ser la “capital de Israel”. Las explicaciones del nuevo desatino son que fue una promesa de campaña, y que no han prosperado los esfuerzos (a cargo de su inexperto y bisoño yerno, Jared Kushner, que por ser judío no es interlocutor idóneo ante los musulmanes) de paz entre judíos y palestinos. Pero igualmente se trata de otra de sus “bombas de distracción masiva” para quitarle notoriedad al arresto de los primeros acusados por el fiscal especial Robert Mueller, y a la admisión de su cesado primer asesor de seguridad nacional, general Michael Flynn, de que mintió al FBI y aceptó colaborar en la investigación del Russiangate. Como el inaudito enredo apunta hacia la complicidad o complacencia del presidente, de su familia y de cercanos colaboradores, se recurre a una sorpresiva y desconcertante finta para desviar la atención, aunque EU pierda amigos, posiciones y respeto, se desate mayor inestabilidad y violencia regional y global, más atentados terroristas, conflictos, rencores, odios, etc. Mientras más leña eche al fuego, el autócrata estadounidense tiene mejores posibilidades de permanecer en el trono: a su enfermizo narcisismo poco le importa si con ello desestabiliza la gobernanza global, intensifica la violencia o mueren seres humanos. Su nula visión geoestratégica y sus estrechas metas cortoplacistas no le permiten ver que, a la larga, el gran perdedor será el propio EU.

Embajador de carrera y diplomático

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