El 4 de junio se cumplen 30 años de la decisión de la dirigencia china de suprimir con las armas del ejército el movimiento estudiantil (en un principio) en varias ciudades de China, principalmente en la plaza de Tiananmen, de la capital Beijing.

La orden de atacar a activistas desarmados esa noche costó la vida de entre 300 y unas mil personas y un número indeterminado de heridos y desaparecidos, lo que representa probablemente una de las tragedias más dolorosas en la historia moderna de ese país.

La represión de Tiananmen de 1989 se produjo a casi 10 años del inicio de las reformas económicas y la política de puertas abiertas impulsadas por el líder revolucionario Deng Xiaoping, luego de los oscuros años de la Revolución Cultural impulsada por Mao Zedong y su grupo. Esa década de reformas, que abrió ciudades costeras a la inversión extranjera directa y transformó radicalmente la economía de ser una planificada a ser cada vez más una dirigida por las fuerzas del mercado, no se tradujo, sin embargo, en una nueva China de apertura política o ciudadana.

Los beneficios económicos sacaron a millones de la pobreza extrema y engrosaron una clase media que, lógicamente, exigió más derechos y participación. La reforma representó un cambio vertiginoso que desde años atrás de la masacre puso de relieve también casos de corrupción, llamados cada vez más fuertes para una participación política y, poco antes de la masacre, llamados a un cambio de régimen, algo considerado contrarrevolucionario por la dirigencia.

Hoy China goza de un impresionante desarrollo económico y fuerza militar, y pareciera que los líderes estudiantiles perseguidos, encarcelados y desterrados a raíz de su grado de participación en aquella protesta han caído en el olvido, y hay quienes incluso se atreven a señalar que el haber mantenido el orden —y la supervivencia del régimen en comparación con la entonces desintegración de la URSS y en Europa oriental— representó un costo necesario para avanzar en la estrategia nacional de desarrollo, y que, ante todo, es algo del pasado.

En realidad, desde la liberación de algunos líderes varios años después, cualquier disidencia o protesta en China sigue siendo estrictamente monitoreada, desde las ahora menguadas voces contra el gobierno desde Tibet, Xinjiang y Mongolia Interior, o las de intelectuales como Ai Weiwei, Liu Xiaobo o los firmantes de la Carta 8 en pro de los derechos humanos. A nivel internacional, la resistencia en la plaza de Tiananmen y el trágico resultado del 4 de junio elevaron la presión en contra de la dirigencia china y desencadenaron sanciones que, incluso actualmente, permanecen (por ejemplo, la Unión Europea mantiene su embargo de venta de armas).

Ahora, con élites políticas chinas altamente globalizadas y con un país tan comprometido con su discurso de paz y desarrollo ganar-ganar, sería impensable, creo, una decisión similar a la tomada el 4 de junio de 1989. Más aún, sí ha habido cambios importantes en el paisaje político y social desde Tiananmén, sin duda muchos de ellos para bien.

A pesar de que el presidente de la república es electo por la Asamblea Popular Nacional —y ahora se levanta la restricción de límite de dos periodos presidenciales— la ciudadanía tiene gran poder de gestión y decisión a nivel local y en la elección de sus representantes a las asambleas provinciales y al Congreso. Además si bien el Partido Comunista Chino es por mucho la principal fuerza política del país, la China actual tiene una gran representación de amplios sectores de la sociedad en la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino, desde intelectuales, exitosos empresarios, actores y brillantes mujeres, que junto a la Asamblea debaten seriamente los problemas del país.

En términos de combate a la corrupción, desde el cambio de poder a finales de 2012, el ahora expresidente Hu Jintao advirtió que un fracaso en el combate a este flagelo podría ser fatal para el partido, lo que representó el prolegómeno a la cruzada anticorrupción del mandatario Xi Jinping a todos los niveles.

La pregunta obligada es si hay, y a qué grado permanece, una represión y un monitoreo de la sociedad china. En principio, cualquier represión a las libertades de expresión o asamblea —y los respectivos arrestos— está relacionada, desde las fuerzas del orden chinas, con la percepción de amenaza al partido, a la estabilidad social y a la integridad territorial, o a la divulgación de secretos de estado o para prevenir actividades terroristas.

Y en esta categoría, a pesar de un posible alto grado de discrecionalidad, el número de personas es focalizado principalmente a la región de Xinjiang, donde fuentes estiman que podrían haber pasado por “campos de reeducación” desde 2017, de 1.5 a 3 millones de musulmanes en algún momento dado. Sin embargo, a nivel nacional el monitoreo de actividades de ciudadanos es mucho mayor: desde el grueso de la población musulmana en la provincia de Xinjiang con registros biométricos excesivos, hasta el comportamiento social evaluado bajo un sistema de “calificación de crédito social”.

Pareciera que a los ojos del liderazgo chino, en la relación Estado-sociedad, el tipo de civilización “moderadamente próspera” requiere de personas responsables con sus deberes cívicos y patrióticos, y altamente vigilada, aunque esto pudiera recordar a una sociedad neoorwelliana, con modernas tecnologías en red.

Si bien en China se pretende que Tiananmen quede lejos en la memoria colectiva, el riesgo del regreso de tal fantasma sigue presente, y más allá de las innovadoras medidas preventivas, lo más recomendable (aunque improbable por el momento) es que, al igual que la Noche de Tlatelolco en México, este trágico episodio de la historia moderna china se deba afrontar con valentía por quienes llevan las riendas de mil 300 millones de habitantes.

Programa de Estudios Asia Pacífico ITAMTwitter: @ulisesgranados

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