Hace algunas semanas el economista Julio Boltvinik publicó en su columna semanal en el periódico La Jornada, una defensa de las posiciones que ha asumido Andrés Manuel López Obrador para gobernar. Para ello, uso argumentos que se basan en un libro del también economista Paul Baran, publicado en los años cincuenta del siglo pasado, cuando el mundo recién había salido de una guerra mundial, en el cual analizó el rápido desarrollo del Japón y concluyó que, a pesar de su arribo tardío al capitalismo, lo que explicaba su éxito es que nunca había sido colonia, que siempre había sido independiente y autodeterminado en sus decisiones.

Boltvinik, convencido del argumento, abunda en sus afirmaciones con las experiencias de Corea del Sur y Taiwán, que decidieron con autonomía sus agendas de desarrollo y no dependieron de ni se plegaron a las exigencias transacionales. O como lo puso Joseph Stiglitz, “determinaron su propio ritmo de cambio y rechazaron las presunciones básicas del Consenso de Washington, que postulaban un rol mínimo para los gobiernos, privatización y liberalización”.

Para Boltvinik la lección es contundente: la autodeterminación es condición necesaria para el desarrollo, pues solo así las personas y los pueblos aprenden a hacer lo que tienen que hacer y desarrollan las capacidades que necesitan desarrollar. Por eso considera que hay que terminar con las políticas que México venía siguiendo de subordinación a lo global y dependencia del capital y la tecnología de fuera, cuyo resultado ha sido la desaparición de la capacidad para elaborar respuestas propias e incluso la disolución de la soberanía.

Sin embargo, esa propuesta no es viable en el mundo de hoy, en el que, como lo acabamos de experimentar con la amenaza de imponer aranceles que hizo Trump, no puede existir la autodeterminación. Nuestro pasado colonial y dependiente y nuestra frontera con Estados Unidos nos han traído hasta donde estamos hoy y por lo tanto, no es ese el camino que podemos seguir. Por mucho que nos duela, que nos indigne, simple y sencillamente no podemos.

Afortunadamente, Andrés Manuel López Obrador lo sabe y a pesar de las presiones y las expresiones que lo conminaban a actuar de otra manera, supo mantener la calma y entender que no nos conviene el conflicto con el vecino del norte.

Según el sociólogo Daniel Innerarity, para que el cambio social se realice en la dirección deseada, hay que articular las dos lógicas: la que protesta y exige y la que racionaliza y pone en práctica. AMLO pretende que logra esta articulación y nos convence de ello. El caso de los aranceles es ejemplar.

En un poema de Baudelaire, el demonio le dice al narrador que “la más bella astucia del diablo es la de persuadirnos de que no existe”. La más bella astucia del gobierno actual podría ser la de conseguir persuadirnos de que no perdimos la dignidad. Pero así fue, pues se hizo lo único que se podía haber hecho, que al fin fue lo más digno. Lo triste sin embargo, es que esto se acompañó de escenificaciones muy pasadas de moda, plenas de discursos acartonados, repetitivos y lambiscones, pero sobre todo, enojosamente contrarios al Estado laico que consagra la Constitución.

Por eso, si como ciudadana sentí orgullo por cómo el gobierno manejó la situación, me dio vergüenza percatarme de que culturalmente es excluyente y no respeta la ley. Que los organizadores incluyeran a una indígena y a un campesino (el único que fue crítico) para cubrir sus cuotas de corrección política y el resto del micrófono se lo dejaran a los políticos, ya es mala señal, pero peor señal fue que se lo dieran a predicadores cristianos. Este foro que tenía por objetivo la unidad nacional, dejó fuera a los millones que somos diversos en materia religiosa, étnica, cultural y sexual y que también somos ciudadanos.

Escritora e investigadora en la UNAM

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