Durante muchos años defendí la abstención como forma de protestar contra lo oneroso del sistema electoral mexicano y las trampas de un método partidista que no da verdaderas opciones a los ciudadanos.

En este generoso espacio de EL UNIVERSAL y en otros medios, en conferencias y escritos, manifesté esa posición porque, así lo dije, me ofendía (y me ofende hasta hoy) lo que se gasta en las elecciones, en mantener institutos, tribunales, partidos, campañas, publicidad, credenciales, asesorías, observadores extranjeros y nacionales, capacitaciones y cuidado de casillas, sistemas de conteo. Estoy convencida de que toda esa faramalla, aunque garantiza que las elecciones se lleven a cabo con seriedad, no hace que ellas resulten más confiables para los ciudadanos, y sería mejor usar los recursos para la salud, educación, cultura, que siempre están escasas de recursos, y más les quitan en tiempos electorales.

Y dije también que me ofendía (y me ofende hasta hoy) que no podamos realmente escoger, porque los candidatos se nombran por acuerdos, intereses, conveniencias y cuotas de partidos y grupos y no por el hecho de que sean las mejores personas para los cargos. Entonces nosotros, los ciudadanos, tenemos que elegir entre quienes ellos deciden, que muchas veces son personas que representan lo que más nos molesta y lo que quisiéramos eliminar.

Y, sin embargo, a pesar de esos reclamos que siguen vigentes y válidos hasta hoy, ahora estoy convencida de que hay que votar, pues me he dado cuenta de que abstenerse no sirve de nada, porque quienes ganan las elecciones, así sea con muy pocos votos (tenemos casos en los que el triunfador no consigue ni 20% de los sufragios), de todos modos se quedan con el cargo y encima presumen legitimidad por haber sido electos y pueden tomar decisiones y hacer acciones a partir de esa legitimidad.

Entonces entendí que la única forma de evitar esto (o al menos de intentar evitarlo) es votar.

Hay que votar. Votar no solamente para que ganen quienes tú quieres que ganen, sino también para que no ganen quienes tú no quieres que ganen.

Cada elección tenemos la ilusión de que esta vez va a ser diferente, de que esta vez los candidatos sí nos van a cumplir lo que prometen, lo que esperamos de ellos. Pero hasta ahora no ha sido así. Terminan los gobiernos y no se cumplen las expectativas.

Pero es que no se pueden cumplir, porque, como ya dije en este mismo espacio la semana pasada, cada uno de nosotros, como individuo o como colectivo, imagina o quiere o espera cosas distintas.

Y, sin embargo, no tenemos otra opción que votar para seguir intentado que se cumpla lo que nos parece importante.

Y por eso se requiere recordar que el voto es secreto y que, digan lo que digan los parientes, amigos, jefes, líderes religiosos y políticos, tenemos que votar para elegir a quienes nosotros pensamos que es el mejor. Vayamos, pues, hoy a las urnas con esta convicción y marquemos aquella opción que más se acerca a nuestros verdaderos deseos sin dejarnos presionar por nada ni por nadie. Como escribió Umberto Eco: “Puede suceder que se elija el silencio o sumarse a una opción ajena a nosotros, por temor a traicionar a aquellos con los que uno se identifica, pensado que, más allá de sus errores contingentes, al fin y al cabo persiguen el bien supremo para todos. Trágica elección, de la cual están llenas las historias y por la cual se ha visto a algunos ir a morir en una lucha en la que no creían, porque pensaban que no se podía canjear la lealtad con la verdad. Pero la lealtad es categoría moral y la verdad es categoría teorética”.

Recordemos lo que dijo Charles Peguy: “La cuestión que se plantea es la de si tendremos el valor social de manifestar nuestro desacuerdo”. ¿Desacuerdo con qué, con quién? Con lo que sea y con quien sea, menos con nuestra propia decisión.

Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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