En 1922, el periódico Excélsior propuso dedicar un día del año —el 10 de mayo— a celebrar a las madres. Rafael Alducin invitó a los mexicanos a “hacer un monumento de amor y de ternura a la que nos dio el ser, a manifestar en una palabra que todos los sacrificios, que todas las infinitas ansiedades de que es capaz el corazón de la mujer cuando se trata de sus hijos sean valorados por éstos”.

La propuesta gustó a las autoridades y a la Iglesia, no sólo porque copiaba una costumbre de otros países y casaba bien con el sentimentalismo nacional, sino porque servía para combatir la fuerza que estaban adquiriendo los grupos de mujeres, maestras, inquilinas y prostitutas que querían mejorar sus condiciones de vida y feministas que querían derechos políticos y educación.

Por eso rápidamente el presidente Manuel Ávila Camacho se comprometió a “organizar una campaña de veneración, de respeto a la madre”, el arzobispo de México declaró que le parecía una bellísima idea y muchos grupos e instituciones se adhirieron a la propuesta. La primera dama encabezó los festejos, que consistían en regalar obsequios útiles a las madres humildes, tales como estufas, planchas o máquinas de coser e incluso se levantó un monumento a las madres, que sigue allí en el parque Sullivan de la CDMX, con una placa que dice: “A la que nos amó antes de conocernos”.

La madre ha sido definida por su función como reproductora, es decir, por dar a luz a los hijos y por ser la educadora, la socializadora, la principal responsable de transmitirles la cultura y los valores.

Pero paradójicamente, aunque eso sea una gran responsabilidad, no se le da un lugar en la consideración social, no se la ve como alguien con capacidades ni con un juicio moral tan independiente, impersonal e infalible como el del hombre.

Ello se debe, dice Jean Franco, a “la separación entre las esferas de lo privado y lo público”, que termina por convertirse en “el factor fundamental de la subordinación de las mujeres”.

La madre, sin importar si trabaja fuera de casa o no, si tiene intereses y proyectos propios o no, si participa en algún grupo u organización a favor de una causa, es ante todo y por encima de cualquier otra cosa eso: madre. Así se la ha caracterizado y estereotipado en el mundo desde siempre.

Hace unos años publiqué un libro en el que propongo aprovechar esto y hacer que la madre deje de ser (o de parecer) alguien sacrificado, silencioso y marginal, que sólo tiene como objetivo en la vida atender, cuidar y dar afecto a los demás, y que se convierta en ciudadana, en sujeto de la historia.

La propuesta apela a las mujeres (madres, abuelas, esposas y novias, hermanas e hijas) para poner fin a la violencia en la que hoy vivimos. Se trata de que dejen de fingir que no saben lo que sucede, dejen de apapachar y perdonar siempre a sus hijos delincuentes y les exijan que paren estas conductas o se atengan a ser expulsados de la familia y la comunidad.

Se trata de una propuesta en la cual la maternidad va más allá de una relación al interior de la familia, para convertirse en una fuerza social.

Esto lo han logrado ya las madres de los luchadores sociales y de las víctimas y nos lo han enseñado a todos. Ahora les pedimos a las madres de los sicarios que ellas también lo hagan, que intervengan y actúen.

Esto sin duda romperá el orden de lo conocido y de lo esperado por las familias y por la sociedad, pues es una manera nueva de ver las cosas o, más bien, es la creación de instrumentos nuevos gracias a los cuales se abren perspectivas hasta este momento insospechadas.

No acostumbro ser optimista, pero si las madres se deciden a aceptar esta propuesta, a transformarse a sí mismas, sería sin duda una verdadera subversión del orden social, “un gran movimiento de redefinición de la realidad” como dice una estudiosa, que sin duda dará lugar al cambio que estamos esperando.


Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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