La hora de la tragedia y del heroísmo comienza a ser suplantada, desde el poder, por el imperativo de la reconstrucción promovido por las instituciones públicas, pero también por el empresariado voraz, ambos corresponsables del desastre. ¿Reconstruir qué y para qué?, es la pregunta que se impone. “Volver a la normalidad jodida de antes” o rescatar la toma de conciencia de la sociedad civil para edificar un nuevo país sobre las ruinas del anterior. Comprendemos que en la esfera de lo cotidiano la gente quiera al menos recuperar lo que perdió. Sólo los muertos son irremplazables.

Nuestros miopes ideólogos del conservadurismo recomiendan “devolver las flores al jarrón y éste a la mesa” para retornar a “los años felices”; o bien evitar que cunda un ímpetu revolucionario como el de la Comuna de París, poniendo “en jaque” a la burguesía y a sus prestanombres políticos. La Arquidiócesis conmina a no despertar el “odio del pueblo”. Reacción defensiva de los fariseos del cristianismo, cuando septiembre 19 fue una manifestación del amor: el socialismo en su estado puro, que por lo mismo aterroriza a todos los poderes jerárquicos. Cualquier reconstrucción verdadera es por naturaleza refundacional y exige un esfuerzo de largo aliento.

La tragedia no ha terminado porque la comanda una sensación implacable de vulnerabilidad. Como en las guerras, en que no se sabe cuándo ni dónde estallará la próxima bomba, o si pudiéramos toparnos con Donald Trump en cualquier esquina. Un sentimiento popular de desamparo acentuado por la zozobra, definida por Emilio Uranga como la ambivalencia espiritual del mexicano. El objetivo de la reconstrucción no es sólo físico sino moral: exaltar, mediante una conducta consecuente, los hechos que ese día nos hicieron grandes y combatir los que nos debilitan.

De los escombros han surgido innumerables damnificados. Para ellos toda nuestra solidaridad. Pero ha aflorado sobre todo la corrupción como cimiento perverso de las estructuras del país. Si no la derrumbamos perderíamos una oportunidad histórica, tal vez irrepetible. Se impone un castigo ejemplar para todos quienes resulten culpables de los hechos ocurridos, sin importar los rangos burocráticos o plutocráticos. La legalidad del pasado era flaca, pero existía y fue violada sistemáticamente. La persecución efectiva de los delitos incurridos será la prueba de la honestidad gubernamental. Lo deleznable es sellar una vez más el pacto de la simulación que podría enfrentarnos en el extremo a la insurrección civil.

El terremoto de 1985 condujo a la efervescencia ciudadana, que tres años después se convertiría en una victoria contundente de la oposición progresista. El incalificable fraude electoral, maquinado por el partido que aún conserva el poder, torció el rumbo del país e impuso un ciclo neoliberal generador de profundas desigualdades que son la falla estructural de la nación. El rescate de aquel movimiento fue la instauración del pluralismo político en el país, mediante una nueva legislación electoral y sobre todo el proceso autonómico de la CDMX que culminó en la adopción de una Constitución para la capital. Ésta prevé la planeación a largo plazo, la democracia participativa y el control civil que combata la especulación inmobiliaria, principal causante del colapso urbano.

Muchos mexicanos se preguntan ¿qué sigue después del terremoto? Los más lúcidos proponen un nuevo proyecto de país que aproveche la coincidencia entre la campaña política para 2018 y la introspección de la comunidad sobre los males que padece. Nuestro principal obstáculo es la partidocracia y un sistema electoral consumidor de más recursos que aquellos destinados a la reconstrucción material de los daños.

La energía de la sociedad es el punto de inflexión. Exigir a todos los contendientes políticos que definan con claridad los cambios indispensables que el país requiere. A los dirigentes políticos corresponde abrir las puertas más amplias a la juventud para intervenir en los asuntos públicos, sin asomo alguno de cooptación. Planteamos nuevamente, como en 1990, 2000 y 2006, una revisión integral de la Constitución Política de la República, sea por la vía de un Constituyente originario o de un mandato a la próxima legislatura federal, para que la promueva. Esa es la verdadera apuesta.

Comisionado para la reforma
política de la Ciudad de México

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