En el año 2000, Diego Armando Maradona, el astro del fútbol argentino, publicó un libro autobiográfico bajo el título de Yo soy el Diego de la gente . Ese mismo año, en México, comenzó a escribirse un amplio capítulo en la vida de Andrés Manuel López Obrador, el político mexicano más influyente del presente siglo. Para Maradona, el libro sirvió como catarsis frente a las turbulencias que habían opacado su brillante –y siempre controvertida- carrera futbolística. Para López Obrador, el arribo al Gobierno del Distrito Federal fue el comienzo de una larga –y siempre convulsa- carrera por la presidencia de México.

Ambos personajes han marcado, para bien o para mal, la vida pública de sus respectivos países. Maradona ha aprendido a vivir en medio del escándalo, por sus dichos y sus excesos. López Obrador ha buscado demarcarse de la controversia, pero ésta lo ha acompañado siempre, sea por sus palabras, por sus decisiones, o por los hechos de sus apóstoles, estos últimos casi tan devotos pero bastante menos santos que los de la Biblia.

Admiradores del “Che” Guevara – Tipos como Videla hacen que el nombre de la Argentina esté sucio afuera; en cambio, el del Che nos tendría que hacer sentir orgullosos , afirma Maradona-, entusiastas de la Revolución cubana –Sí creo que está (Fidel Castro) a la altura de Nelson Mandela , declaró Obrador-, militantes indiscutibles de los gobiernos de izquierda, Maradona y Obrador han construido sus discursos bajo la lógica pendular que ha abrazado la corriente populista en Latinoamérica: el “pueblo” y el “antipueblo”.

Para Maradona, el pueblo está representado por los futbolistas, por Néstor y Cristina Kirchner, por el obrero que madruga en busca del sustento familiar. El “antipueblo” lo encarnan los capos de la FIFA (Havelange, Blatter, Grondona), Mauricio Macri y la ortodoxia neoliberal. Por lo menos, en ese tener opera su discurso, aunque en la práctica resulta más flexible. Basta con que un capo de la FIFA le brinde pleitesía, le abra las puertas de la corrupta organización, para que la postura del Diez se modere. Así sucedió frente a Gianni Infantino.

López Obrador construyó un movimiento inicialmente blindado frente a personajes impresentables; la mafia del poder, expresión con que bautizó al “antipueblo”, no tenía parte ni suerte dentro de él. Sin embargo, la coyuntura política hizo insostenible la intransigencia. Guste o no, los mafiosos también votan. Pero la asimilación simple y llana de quienes eran la contra trajo duras críticas contra esa flagrante incongruencia. Cuando los mafiosos se volvieron “pueblo”, cuando quienes le habían llamado peligro para México se retractaron de sus dichos, la mafia restante tuvo armas para llamarlo mesiánico.

En el fútbol, los conceptos de juego pueden ser fácilmente reconciliados. Maradona puede jugar con la idea de César Luis Menotti, un fútbol espontáneo, ofensivo, de posesión de la pelota: el fútbol que gusta a le gente; o puede adaptarse al “tacticismo” de Carlos Salvador Bilardo, defensivo, de contragolpe: el antifútbol cuya filosofía es ganar como sea. Al fin y al cabo, ganar también le gusta a la gente.

En política también es posible esa veleidad. Lo que resulta imposible es generar un cambio profundo, como el que propone López Obrador, cuando existen visiones de país tan contradictorias. Dentro de sus simpatizantes tiene a un Alfonso Romo -cuyo discurso me gusta- reivindicando la propiedad privada y la seguridad pública como condiciones para generar crecimiento económico; pero también a un Fernández Noroña –cuya visión asusta-, quien cada vez que puede lanza sus diatribas en contra del “gran capital”, exigiendo más impuestos a los ricos. Y, en fin, un López Obrador que promete no aumentar impuestos y no ahuyentar inversiones.

A Maradona se le agradece haber desafiado la corrupción dentro del fútbol. La deficiencia de su crítica, en cambio, fue prestar demasiada atención a los personajes y casi ninguna al esquema institucional. Pero se comprende: él es un deportista, no un político.

En un político, no obstante, este defecto resulta fatal.

López Obrador tiene razón al señalar que las complicidades entre políticos y empresarios son fuente de corrupción. Pero es omiso al no admitir que un Estado con amplias facultades es un azote peor; que lo necesario es limitar sus funciones, garantizar la independencia del Poder Judicial y combatir la impunidad. Es el esquema de atribuciones lo que fomenta la corrupción, más allá de quiénes lo operan.

La propuesta, en cambio, es la simplificación que ilusiona a la gente: quitemos a los malos y pongamos a los buenos. Al Estado volverán las atribuciones que le quitaron los tecnócratas. Una vez en el gobierno, Obrador logrará implantar la honestidad en el país, pues tiene calidad moral para hacerlo. Y aunque no parece existir unanimidad entre sus seguidores respecto de la impunidad a los corruptos -el pueblo, al fin y al cabo, quiere ver tras las rejas a quienes lo saquearon-, el AMLO de la gente apacigua los impulsos: debemos perdonar.

Ni al Diego de la gente, ni al AMLO de la gente les han bastado los escándalos de corrupción, el aumento de la inflación, la pérdida de independencia de los contrapesos, así como la hostilidad en contra de la oposición que se vivió en Argentina, Ecuador o Brasil, para adoptar una postura crítica hacia la izquierda. Diego no termina de asimilar por qué la sociedad votó a Cambiemos y no al Frente para la Victoria . Obrador toma como referencia el gobierno de Lula, y va más allá: “(Nuestro gobierno) será mejor que el de Lula”.

Diego y Obrador están convencidos de que la verdad está en el pueblo. Si el pueblo los respalda, la mafia se puede ir al diablo. Sí, voy a jugar. Les vamos a romper el culo… El partido lo estaba organizando yo y no la AFA… El partido se jugaba y yo iba a estar ahí, en la cancha, con los cortos, con la pelota. Con la gente , escribió Maradona al narrar cómo desafió a la FIFA para jugar un partido en beneficio de la familia del “Búfalo” Funes. El pueblo es sabio, el pueblo sabe lo que le conviene , declaró Obrador al presentar a Cuauhtémoc Blanco como candidato de Morena al gobierno de Morelos.

Nada de lo que Diego hizo afectó a Argentina, más allá del prestigio. Las alegrías saldaron todos los errores. En cambio, los errores de un político pueden echar por tierra cualquier acierto; en lo sustancial, su ámbito de influencia para ayudar a un país opera más bien en sentido negativo. Dicho en términos de von Mises, el gobierno no puede crear riqueza, pero sí que puede destruirla.

El AMLO de la gente a mí me cae muy bien. Me parece un tipo sencillo, austero y con buena onda. No comparto en lo absoluto el odio que le profesan algunos de sus detractores. Pero, a diferencia de sus fanáticos, observo perfectamente sus errores. Y me preocupan sus ofertas para erradicar la pobreza, volver productivos a los “ninis”, elevar el nivel educativo, o limitar la corrupción. Me preocupa, en suma, su legitimación en los impulsos de la gente. Que el pueblo siempre tiene la razón es una premisa bastante cuestionable.

En su discurso de despedida, el Diego de la gente dijo: “Yo me equivoqué y pagué. Pero la pelota no se mancha”. Con los errores en política, en cambio, la pelota sí se mancha, la pelota se destruye. Los errores no sólo pueden manchar a un país, sino infringirle profundos daños, devastarlo.

OFFSIDE: Deirdre McCloskey presentará el próximo martes 13 de febrero su obra Las virtudes burguesas, cuya versión en castellano se editó bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. La cita es en la librería Rosario Castellanos, en punto de las 18:00 horas. En estos tiempos de malestar frente al capitalismo, vale la pena prestar atención a los argumentos de quienes lo defienden. Una mente abierta al análisis objetivo acaso nos prevenga de tomar malas decisiones, de cometer viejos errores.

TWITTER: @milherP

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