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La honestidad y el trabajo duro lo han llevado a lugares inimaginables. Su vida no ha sido fácil, desde pequeño tuvo una formación dura. Recuerda que su padre lo levantaba a las cuatro de la madrugada para ayudar en las labores del campo; a las 7:30 de la mañana regresaba a su casa, desayunaba y se iba a la escuela. Terminando las clases él y sus nueve hermanos retornaban al cultivo. Una fuerte rutina para aquel niño que no tenía de otra más que obedecer, pero que sin ésta, reconoce, nunca habría sido capaz de aprovechar la primera oportunidad para cambiar el destino de su historia.

Proveniente de la región montañosa de una comunidad indígena mixteca, Gilberto Ortiz enumera los trofeos que le ha dado el oficio de la tela. El más grande, a su parecer, es haber sido reconocido en 2012, dentro de 52 participantes de distintas nacionalidades, como uno de los tres mejores sastres del mundo. Distinción que le otorgó la prestigiosa marca de telas londinense Scabal y que comparte con dos de los más respetables sastres de tradición europea: el inglés Richard Anderson —el más célebre de la calle Savile Row, en cuyas tiendas se han vestido clientes como la reina Isabel II— y el italiano Corneliani —reconocido por su legado en la confección de trajes.

“Quedé dentro de los tres primeros del mundo, porque no hubo ni primero, ni segundo, ni tercero. El señor John Peter Thiessen, dueño de la marca mundial de telas, nos declaró como los tres mejores del planeta. Ahí tuve la entrevista con los sastres de la calle Savile Row. No me sorprendió, porque los mexicanos tenemos el mismo nivel”, afirma.

Gilberto mantiene vigente el título como el único latinoamericano del orbe en ser acreedor a tal distinción, puesto que no se ha vuelto a aceptar a un ningún latino en algún concurso del ramo en Europa, región inventora de la sastrería.

Con más de 50 años en el trabajo del vestir a la medida, Ortiz comenta en entrevista con EL UNIVERSAL —desde su espacioso taller que instaló en su casa— cómo inició la aventura que le ha permitido acceder a niveles inimaginables cuando dejó su natal San Andrés Lagunas, uno de los 570 municipios que conforman al estado de Oaxaca, luego de que él y su familia tuvieran que huir a la Ciudad de México porque corrían el peligro de ser linchados, debido a que su padre había ayudado a escapar al alcalde que los habitantes de ese poblado querían matar por el adeudo de la mano de obra que el gobierno iba a tardar seis meses en saldar.

De la montaña a la ciudad

Era el año de 1965 y el destino la capital del país. Gilberto llegó a la metrópoli por San Lázaro y recorrió descalzo —puesto que en su comunidad no usaban calzado— los barrios de la Candelaria y la Merced para llegar al Centro Histórico. Punto donde vagó un tiempo “mugroso y muerto de hambre”, revive, quien ahora viste una elegante camisa color verde pistache que él mismo hizo con tela proveniente de Londres.

Con una bolsita de manta, donde traía una muda de ropa, recuerda que recorría las calles impresionado. En un principio, asustado con los coches y autobuses que lo hacían pensar que los edificios se movían; después, en la búsqueda de su familia, luego de que se separaran tras salir de San Andrés Lagunas. En ese deambular descubrió el oficio que lo enamoró.

“Recorría las calles y siempre me detenía frente al cristal de las sastrerías maravillado por los señores que manejaban unas tijeras enormes: la greda, la escuadra, la cruz. Me sorprendía mucho, pero siempre los dueños salían, me corrían y algunos hasta me escupían, diciéndome de todo. Pero mi primer maestro, un alemán, quien dijo llamarse José Schroeder, viéndome fascinado, me pescó del cuello, pensé que me iba correr como todos, pero para mi sorpresa él fue el único que me invitó a pasar a su tienda, aquel establecimiento que se ubicaba cerca de la emblemática tienda de Sombreros Tardan, enfrente de la plancha del Zócalo, entre las calles de 16 de Septiembre y 5 de Febrero, que ahora ya no existe”, rememora.

Ahí, Gilberto comenzó como aprendiz. Limpiaba el negocio y pasaba todo el material de trabajo a los más de 20 empleados que laboraban en la sastrería, esto a cambio de poder dormir en el local y tener una comida al día. “Por fortuna a mí me mandaban por pulque en las mañanas, ahí aprovechaba para desayunar con la botana que ofrecía la pulquería ‘La Gallina de los Huevos de Oro’, que se encontraba en la calle 2 de Abril, del Centro Histórico. Con eso me mantenía. Después de un tiempo, mi maestro me enseñó diseño y corte”, explica.

Él presume como anécdota de su primer mentor que éste fue uno de los mejores sastres de la Alemania nazi, quien le contó que confeccionó algunos de los trajes del Führer. Aunque Ortiz desconocía la magnitud de este personaje de la Segunda Guerra Mundial, porque era un niño de raíces mixtecas, él recuerda que aquel “güero, alto, barbado, de ojos azules y de unas manotas”, le relataba, en los momentos en que la depresión invadía a su maestro, que uno de sus clientes en su país había sido el militar Adolfo Hitler.

Ortiz piensa que este gusto del oficio quizá lo traiga por genes o herencia, pues su papá le platicó que su abuelo fue el sastre del pueblo. “Él era el encargado de hacer los calzones de los mixtecos con una fibra que sacaba de la penca del maguey, la cual cortaba con un cuchillo”, detalla este sastre, quien agrega que su formación fue fundamental para ser el mejor en lo que hace: “Uno empieza aprendiendo a hacer pantalones, chalecos, composturas y sacos, de ahí depende en qué te quieras especializar; yo me especialicé en la hechura de sacos. Después, mi sed por aprender me ha llevado a conocer más. Uno siempre tiene que estar actualizándose a la demanda del tiempo y clientes”.

Del otro lado de la vitrina

“Gilberto, ya no vas a trabajar aquí”, le dijo José Schroeder. Después de seis años, Ortiz tuvo que dejar la primera sastrería que le abrió las puertas. Aunque confiesa que fue difícil aceptar la decisión de su guía, tuvo que acatarla. “Pensé que ya no me quería. Mucho después supe la razón por la cual me había corrido: ya había aprendido todo lo que él me podía enseñar; era el momento de buscar nuevos retos con mis creaciones, con una base en la disciplina militar y un estilo europeo”.

Sin trabajo, Gilberto Ortiz buscó nuevas oportunidades. Laboró durante un tiempo con los amos de la sastrería en México: los españoles, quienes bien merecido tuvieron ese mote, pues trajeron al país el oficio de tradición europea. Su paso en estos talleres no fue tan bueno, comenta, porque los ibéricos los explotaban. Les pagaban 10 pesos por pieza, mientras que ellos ganaban 40. Fue cuando se cruzó en su vida la segunda persona que cambió su destino: Calanchini, un empresario italiano que le abrió los ojos a todos los sastres mexicanos.

“Él vino a revolucionar la sastrería en México, nadie lo recuerda, nadie lo reconoce, pero ese personaje fue uno de los pilares de la sastrería en nuestro país, el que nos enseñó a cobrar, el que nos despertó y el que dijo: ‘Ya no más, ya no trabajen con ellos’. Él nos animó a irnos a una boutique que había puesto al sur de la ciudad, donde hacíamos la ropa y nos pagaba muy bien. Ahí inicié mi negocio, éramos muy jóvenes, yo tenía 18 y Calanchini 19”, narra.

Un año después llegó su gran salto en la sastrería. A los 19 años Gilberto era todo un maestro sastre, sus habilidades y honestidad respaldaban eso. Su trabajo contaba con una formación respetable. Honorables mentores dieron pie a que Alberto Poo Collado, de nacionalidad española, le abriera la posibilidad de acceder a clientes muy importantes de clase alta, en donde los famosos y los empresarios se volverían sus asiduos compradores. Se hizo cargo de las tres boutiques de Alberto.

“Mi primera clienta fue María Félix. Recuerdo que en esa ocasión La Doña me dijo que a ella no la había tocado ningún sastre mexicano, que sólo se vestía con diseñadores franceses”, expresa.

Más adelante, este sastre que no olvida sus orígenes indígenas, tuvo clientes como Rodolfo de Anda, David Reynoso, Juan Torres, Cuco Sánchez y Juan Gabriel. De este último recuerda que para su primer trabajo le envió un traje para que de ahí sacara las medidas, pero Ortiz le dijo que si no le sacaba él mismo la talla no haría el trabajo. El Divo de Juárez tuvo que acceder.

“Con Juan Gabriel la relación de trabajo se dio por medio de uno de mis amigos diseñadores de Christian Dior: Enrique Sire, un excelente dibujante venezolano. Él vino a trabajar con Juan Gabriel y me pidió que me encargara de hacer el vestuario y trajes de las presentaciones. Fue un trabajo pesado, Juan Gabriel llegaba a cambiarse hasta 33 veces en sus espectáculos. Cuando nos tocaba trabajar con él cerrábamos la boutique para dedicarnos a lo que pidiera”, recuerda.

La intención por siempre perfeccionar una nueva técnica, el trabajo constante y las ganas de sobresalir, han permitido a Gilberto Ortiz convertirse en uno de los sastres más cotizados de México. Su traje más barato puede rondar los 60 mil pesos por el tipo de materiales que emplea, ya que él importa las telas de Londres. Pero su traje más caro, para compradores extranjeros, puede llegar a costar 31 mil euros, lo que equivale a 638 mil 711 pesos mexicanos, al tipo de cambio de hoy. Precios que valen el trabajo artesanal y de calidad, según Gilberto, ya que la elaboración de un traje normal podría llevar de cuatro o más días y éste puede tener entre 50 y 75 mil puntadas para su confección. Las creaciones de Ortiz tienen una garantía de ocho años, pero él dice que dependiendo de los cuidados pueden durar más de una década.

Con miras a conquistar el Viejo Mundo

Por más de 20 años, Gilberto Ortiz dio servicio en una boutique ubicada en el número 209 de la calle Londres. Un negocio que le fue arrebatado luego de que el dueño muriera, pues “al predio le salieron cuatro dueños, quienes no entendieron del legado que había construido con mi familia. Me tuve que salir, luego de recibir miles de negativas por la compra del predio. Fueron una serie de circunstancias que me llevaron a enfermarme del corazón: se me tapó una válvula y dos arterias, me operaron a corazón abierto. Sé que pude hacer más para no dejar perder ese espacio tan importante en mi vida, pude pedir ayuda de mis clientes influyentes, pero no soy así, yo soy derecho”, relata Ortiz.

Después de su recuperación, Gilberto regresó a laborar en lo que más ama: la sastrería. Ahora atiende a domicilio y se prepara para un regreso que considera será todo un reto.

“Hago esto por una cuestión de felicidad. Eso me ha llevado a poner en alto el nombre de mi país. No ha sido fácil. De llegar descalzo a la ciudad he podido sobresalir a base de dedicación y honestidad en este oficio”, señala.

Este reconocido sastre piensa volver a poner una boutique, pero ahora en Italia, país que visitó en su viaje a Europa cuando recibió su galardón. Todo un desafío. “Pronto daremos luz a un proyecto que estoy trabajando con mi familia, pensamos poner una boutique en Italia, otra en Perú, una más en Argentina y, por supuesto, en México”.

Ortiz espera que en el país se apoyen más los valores y tradiciones de los artesanos mexicanos, como a lo que él se dedica: “Se está perdiendo la educación del buen vestir. Este oficio se encuentra en crisis. Sastres, verdaderos maestros, en México sólo existen como cinco. Para un país tan grande es nada. Me gustaría que todos los mexicanos sepan que a pesar de todas las adversidades hay oportunidades. Olvidémonos de la mentalidad de fregarnos y mejor comencemos a apoyarnos”.

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