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Clara Zavala y Julio César Rojas son padres de ocho hijos: Jesús, de 22 años, quien terminó la secundaria y trabaja en un bar en Chiapas; César Arturo, de 20 años, que al concluir la secundaria se puso a trabajar en una bicitaxi; Adela, de 16 años, sólo estudió la escuela primaria y es madre de un bebé de meses; Luis Alberto, de 14 años, llegó hasta primero de secundaria y no estudia ni trabaja; Abisail, de 12 años, que concluyó primero de secundaria; Teresa de Jesús, de 11 años, quien va a ir a cuarto de primaria; María Guadalupe, de siete años, que estudia segundo grado de primaria y Juan Manuel, de tres meses. Viven en Las Vías, a 11 metros de las vías del tren y a ocho metros del Gran Canal en condiciones de hacinamiento y pobreza extrema.

La familia Rojas Zavala vive en un asentamiento informal. Sus hijos mayores dicen haber dejado la escuela porque no alcanzaba para los útiles, ni el uniforme; comentan que prefieren trabajar para ayudar a sus padres. “Nuestra casa anterior se quemó y con el incendio los papeles de la familia, actas de nacimiento, todo; tenía 20 años, sin registrar a mis hijos, no tenía apoyo de ningún centro de salud, a veces decía; o comen mis hijos o voy y consigo sus papeles para que entren a la escuela y continúen estudiando. Tres de mis hijos no acabaron la secundaria y yo no tengo para apoyar a las que están estudiando ahorita, no tenemos para la Laptop; a veces no tenemos ni dinero para ir al internet”, describen.

No ha podido pagar la inscripción en las escuelas. “Me iban a hacer una carta poder en la que yo me comprometo a pagar porque el director de la escuela Gustavo Baz Prada sabe de mi situación y cómo vivimos. Lo que nos hace falta son mochilas, útiles para mis hijas. No tuve el dinero para pagar la preparatoria. Lo que hacemos es comer blanquillos todos los días y estirar el dinero con las manualidades que hago y mi esposo vende; y además recogemos la lata y el pet en la basura para venderlos. Nos pagan 7 pesos por cuatro kilos, y sólo alcanza para las tortillas. Mis hijas entran a las 8 de mañana a la escuela y salen a las 12.30 horas; la escuela está a 30 minutos caminado”.

En casa de la familia Zavala no hay gas. “No lo puedo comprar, no tengo tanque. Y estamos colgados de la luz. Cocino con leña en el fogón; y uno de mis hijos —el de 14 años, el que no estudia ni trabaja— me reprocha que no acabó sus estudios porque no le compraba las cosas que él necesitaba, no se quiere bañar, no quiere trabajar, no quiere estudiar”, dice Clara.

“El uniforme de mis hijas me cuesta 350 pesos; no los tengo, tendrán 15 días más para poder ir con el uniforme completo, pero por ahora no lo tienen. Ellas luego vienen llorando porque los niños les dicen que son de la basura, a veces no tengo para darles de desayunar a mis hijas que van a la escuela; yo hago frijol, papas, sopa para la comida , pero no alcanza para el lunch de la escuela; yo y mi esposo a veces no comemos, preferimos que coman nuestros hijos; no tengo credencial de elector, no he podido llevar a mi hijo pequeño a un centro de salud, no contamos con servicios de salud”, relata.

Teresa de Jesús, de 11 años, y que asiste a cuarto de primaria da su testimonio a EL UNIVERSAL: “Entro a la escuela pero me faltan cuadernos, plumas, plumones, colores, mochila, las playeras, el suéter, el pants y zapatos. Ahorita lo que más necesito para poder entrar es la mochila y los zapatos. Los colores, no importa, luego se compran. No tengo ni zapatos, sólo tengo tenis porque me los dieron. Mis compañeros de la escuela me dicen que soy pobre porque no tengo uniforme, preguntan que dónde vivo, dicen que huelo feo”

Teresa de Jesús aprobó tercero de primaria con una calificación de 8.8 y cuando sea grande quiere ser militar. “Quiero ser soldado y quiero ver qué se siente salvar a la gente. No como mi hermana Adela, que quería ser de la Marina y ya se embarazó y tiene un hijo de un mes. Ya ni modo”.

María Lupita, por su parte, va a cumplir ocho años y comenta: “Lo que me hace falta para entrar a clases son las calcetas, aunque sea que estén rotas, pero unas calcetas y la falda, aunque sea que esté también rota, así me la llevo. También me hace falta un diccionario, y si no lo llevo mi maestra me regaña; una niña me anda diciendo de groserías, dice que huelo feo, dice que yo no tengo dinero, que vivo en la calle y al uniforme como lo lava mi mamá y le echa perfume ahí mis amigas no me dicen nada, no dicen que huele feo, pero la maestra me dice que me compre mis pants, mis calcetas, todo lo que necesito; pero yo le digo a mi maestra que ellos, mis papás, no pueden porque no tienen dinero..”

Antes de irse a la calle a jugar, Mary grita fuerte: “¡Oigan, y yo cuando sea grande quiero ser policía!”.

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