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En la oscuridad de la noche de Cuernavaca, Morelos, en un lote baldío, tres agentes aguardan afuera de lo que algunos consideran una oficina y otros más un cuartucho. Adentro está Mariana García Llantada, quien está siendo violada por un policía. Hasta este día, seis meses después de la agresión, no hay ningún detenido por ese delito y la mujer, quien es madre soltera, teme por su vida y la de sus hijos, porque ha intentado por todos los medios que se haga justicia.

Es 12 de diciembre de 2015. La reunión con los amigos terminó y es momento de volver a casa con sus hijos, pero el combustible está por acabarse, por lo que piensa que es una buena idea pasar a la gasolinera de confianza.

Son las 18:30 horas y una coladera abierta impide que pueda ingresar, las malas condiciones de la calle provocan que se lleve el poste de señalamiento, lo que la pone nerviosa. Llama la atención de quienes más tarde serán sus captores.

“Entré a la gasolinera para cargar y le pregunté al chico si se me había ponchado la llanta y me dijo que no, el rin se había doblado. Me estacioné más adelante para llamar al mecánico, cuando empiezan a golpear mi ventana, era una mujer vestida de policía que me pedía bajar de la camioneta y al negarme metió la mano por la ventana, quitó el seguro y a jalones me sacó, me esposó y me subió a la camioneta de la policía”, relata Mariana.

Los agentes detuvieron a Mariana con abuso de fuerza, a pesar de que ella les dijo que cooperaría, lo que le causó confusión y angustia.

Adentro de la camioneta espera que le digan qué ocurre. En el vehículo no puede ver nada, sabe que hubo gente afuera que vio lo que sucedió y espera que la ayuden, pero no está segura de lo que pasa, los minutos que corren la ponen más y más tensa, pero trata de mantener la calma, “¿qué puede pasar?” Cuando la lleven ante las instalaciones correspondientes lo podrá explicar todo, que fue un accidente el haber derribado el poste.

Lo que le parece extraño a Mariana es que no la lleven de inmediato a la comisaría que se encuentra enfrente, a la cual ella se ofreció a acudir para reparar los daños ocasionados en cuanto hiciera una llamada. “¿Por qué no vamos allá caminando?”, se pregunta.

Sin advertencia, la mujer policía, quien es grande, de aproximadamente 1. 70 metros, tez morena, robusta, se sube a la unidad con un compañero a “hacerle compañía” a Mariana y la camioneta empieza a avanzar. “Estaba aterrada, no sabía qué pasaba, yo preguntaba y ellos se reían”, narra.

¿Qué pasa? ¿A dónde vamos? ¿Por qué me llevan? Son las preguntas constantes que les hace Mariana en repetidas ocasiones y como respuesta obtiene insultos, golpes en las piernas, en las costillas, una y otra vez. Entonces es cuando sus hijos vuelven a su recuerdo ¡Estoy sola! ¡Soy lo único que tienen mis hijos, no le quiten a su madre! ¡No me hagan daño! ¡No tengo nada! Dice, grita, suplica, pero más golpes es lo único que obtiene.

Entre la confusión y los golpes recordó haber conocido al comisionado Estatal de Seguridad Pública, Alberto Capella, en un evento de los que organiza como parte de sus múltiples trabajos independientes, puesto que alguno de ellos estuvo presidido por él, es entonces que grita ¡Conozco al comisionado Capella! “Pensé que me liberaban o me mataban, pero sólo se rieron y uno de ellos me dijo: ‘Sí, y yo soy primo del presidente’”.

Débil después de los golpes, pero despierta por la adrenalina, siente que el vehículo se detiene. Piensa que probablemente los golpes del camino fueron sólo el principio de lo que será una larga noche o tal vez la última. “Pensé que moriría”, recuerda Mariana.

Bájate, le ordena la que ha sido su celadora por horas, ¡no! Responde con la fuerza que aún le queda, “No, hasta que me digan donde estamos”. “¡Qué te bajes!”, le vuelve a decir la policía y la obliga a descender, aprovecha las esposas y le resulta más fácil arrastrarla desde la camioneta hasta lo que será quizá el cuarto más sucio en donde ha estado Mariana.

Mientras es arrastrada y siente como el vestido que trae puesto se va desgarrando, puede observar que es un espacio amplio donde hay carros viejos, empolvados, de algunos sólo queda el cascarón.

Será hasta días después que Mariana se enterará que fue en Gruas Bahena en donde vivió la experiencia más aterradora de su vida. “Cuando entré vi a un hombre que era el vigilante, pero no pude decirle nada; me dijeron: ‘Cuando él se vaya te va a cargar la chingada’, así sólo pude esperar lo peor”, relata.

La mujer de 44 años y madre de gemelos recuerda un cuarto pequeño, sin luz, del cual no será fácil escapar. La puerta se abre y uno de los policías entra y comienza a meter la mano bajo su falda y a tocarle los senos. Mariana pone resistencia, pero la golpiza la tiene cansada, sus fuerzas no son suficientes para frenar lo que pasa.

Él gana, de espaldas y utilizando toda su fuerza la somete y la viola. “Al final me aventó los calzones y me dijo ‘póntelos’ y se fue, lo único que pude hacer fue llorar”, recuerda con coraje.

No sabe cuánto tiempo ha pasado, lo único es que se quiere ir de ahí, es entonces cuando uno de los policías, el más joven, entra al cuartucho y ella le suplica que la ayude.

Sin decir palabra el elemento de seguridad se retira, más tarde volvería con el teléfono y en un intento por sobrevivir Mariana llama al comisionado estatal para pedirle su ayuda, la llamada entra al buzón y decide que es buena idea dejar un mensaje de voz con familiaridad en presencia del policía, con la esperanza de que crean su historia y la dejen vivir.

El uniformado avisa a sus compañeros de la situación y cuando Mariana menos lo esperaba “me aventaron mi bolsa y la mujer, quien fue la que más se ensañó conmigo me dijo: ‘Te pedimos un taxi’”.

Con miedo de que la maten de un disparo por la espalda, sale del terreno al que fue obligada a ir, pero no se va a casa, sus hijos están ahí, no pueden verla así; decide ir con unos compadres, quienes la cuidan y curan por esa larga noche.

La mañana siguiente es aún más difícil, hay que dar explicaciones, hay que contar, hay que recordar, y es lo que menos quiere hacer Mariana, por ello decide no presentar la denuncia. Además guarda la esperanza de que Alberto Capella escuche el mensaje de una ciudadana en problemas y actúe.

Y eso parece cuando el 14 de diciembre es citada a hablar con el comandante Capella. En su lugar, se entrevista con el comandante Marco Antonio Lara Olmos, encargado de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, y Francisco Javier Viruete Munguía, de la Subsecretaría Operativa de Seguridad Pública, quienes le dicen que tienen conocimiento de su caso e identificados a sus agresores y que le brindarán el apoyo necesario.

Pero pasan los días y Mariana no puede salir de casa, está aterrada, alejó a sus hijos para protegerlos, se siente sola y las autoridades no dan respuesta. Decide levantar finalmente la denuncia, al ver que las autoridades faltaban a su palabra de que su caso se resolvería pronto, puesto que hasta los policías agresores estaban supuestamente ubicados.

El 20 de enero se dirige a la Fiscalía General para hacer su denuncia, pero los días pasan y no hay respuesta, por lo que toma la decisión de hacer uso de su doble nacionalidad y se va a la embajada española para solicitar ayuda.

La embajada notificó de los hechos al gobernador de Morelos, Graco Ramírez, pero eso tampoco cambió en nada el silencio que existe en torno a su caso. Ninguna autoridad ha dado respuesta al reclamo de justicia de Mariana, quien después de atreverse a denunciar su violación vive hoy con el miedo de que haya represalias en su contra por pedir que lo que pasó no quede impune.

“Todos saben lo que me pasó”, y por ello ahora responsabiliza a las autoridades de la entidad de cualquier cosa que pudiera ocurrirle a ella o sus hijos, puesto que ha pedido que se indague y se presente a los policías implicados que hace seis meses la privaron de la libertad y violaron.

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