Filadelfia.— El encuentro del Papa con los encarcelados por sus crímenes, pero también por el color de su piel, discurrió ayer en un ambiente de difícil redención y amarga desesperanza.

Hombres sepultados en vida dentro del centro carcelario de Curran-Fromhold, el más grande de esta ciudad. Una instalación que alberga a poco más de 2 mil 700 prisioneros.

Más de 70% de ellos son de raza negra. El resto blancos, hispanos y asiáticos. Algunos están tatuados o marcados por algo más que la tinta; con delitos de sangre, por tráfico de drogas o de armas. Otros rapados o con barbas, intentan reafirmar una identidad feroz.

La mayoría tiene el gesto circunspecto. Muchos de ellos tienen el pelo encanecido y el semblante duro por el rigor del encarcelamiento.

Otros, más jóvenes y vigorosos, marcados por la amargura; abandonados a su suerte y, en algunos casos, por el amor de los suyos.

Todos ellos enfundados en esos trajes carcelarios de color azul celeste que, en lugar de disfrazar, resaltan su trágica circunstancia, metiéndolos en el mismo saco. Despojándolos de su identidad, derechos y su dignidad. Todos ellos tratados como el cáncer de una sociedad.

Con tan sólo 5% de la población mundial, Estados Unidos cuenta con 25% de los reclusos en todo el mundo. Cifras del Departamento de Justicia señalan que, tan sólo en 2010, el presupuesto erogado en su sistema carcelario superó los 80 mil millones de dólares.

En los últimos 30 años, de forma paralela a la guerra fallida contra las drogas, la población carcelaria se ha disparado en 800%.

Durante su visita a Estados Unidos, el papa Francisco no quiso ignorar esta realidad intramuros que consume la vida de más de 2 millones y medio de seres humanos. Otros 7 millones se encuentran bajo un régimen de libertad bajo palabra.

“Gracias por recibirme y darme la oportunidad de estar aquí con ustedes compartiendo este momento de sus vidas”, arrancó en su discurso el papa Francisco.

“Sé que atraviesan por un momento difícil, uno que sé es doloroso, no sólo para ustedes, sino para sus familias y para toda la sociedad”, añadió, en un auditorio deportivo donde, el silencio de los presos, la mirada de halcón de los guardias y la complacencia de los altos funcionarios del gobierno local, consiguieron recrear esa atmósfera de rigidez de los centros penitenciarios.

Una primera hilera de mujeres purgando condena ofrecía el rostro más amable de la población carcelaria al Papa. Después de ellas, el resto de los prisioneros, más de 100, que fueron seleccionados por su buena conducta.

Ante ellos Francisco comenzó a desgranar algunas de sus ideas.

“Vivir supone ensuciar nuestros pies por los caminos polvorientos de la vida, de la historia”, les dijo mientras dirigía su mirada de un lado a otro de esas hileras de condenados en vida.

“Todos tenemos necesidad de ser purificados, de ser lavados. Todos somos buscados por este Maestro que nos quiere ayudar a reemprender el camino. A todos nos busca el Señor para darnos su mano”, añadió el Papa.

Acto seguido, el Papa no desaprove chó el momento para lanzar una dura crítica contra un sistema carcelario que no consigue la rehabilitación y la reinserción social de quienes caen en sus garras. “Es penoso constatar sistemas penitenciarios que no buscan curar las llagas, sanar las heridas, generar nuevas oportunidades”, denunció.

“Es doloroso constatar cuando se cree que sólo algunos tienen necesidad de ser lavados, purificados no asumiendo que su cansancio y su dolor, sus heridas, son también el cansancio y el dolor, las heridas, de una sociedad”, añadió.

“Este momento en su vida sólo puede tener una finalidad: tender la mano para volver al camino, tender la mano que ayude a la reinserción social. Una reinserción de la que todos formamos parte, a la que todos estamos invitados a estimular, acompañar y generar (...) Una reinserción buscada y deseada por todos: reclusos, familias, funcionarios, políticas sociales y educativas. Una reinserción que beneficia y levanta la moral de toda la comunidad”, dijo el Papa.

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