La bala entró por arriba de su clavícula derecha: perforó la tráquea, el esófago, le bajó hasta el pulmón izquierdo y le fracturó dos costillas. Estaba recostado en el asfalto, atrás de un coche, tratando de protegerse de la ráfaga de disparos que se había desatado. Era un sábado en la madrugada a la salida de un bar al sur de la ciudad de México y al joven de 22 años se le estaba escapando la vida.

Las lesiones inmediatas le impedían hablar y cada vez le dificultaban más la respiración. Roberto, quien no quiere dar su apellido por miedo a represalias, había salido a celebrar el cumpleaños de un amigo. La noche, entre copas, había pasado en un abrir y cerrar de ojos; ahora, herido, todo parecía transcurrir en cámara lenta: trataron de parar la hemorragia, buscaron un taxi, un hospital que lo recibiera, le hicieron una traqueotomía de emergencia. Pensó que se moriría. Tres días después despertó en el hospital con cinco cicatrices: una en el cuello, otra a medio pecho donde intervinieron el pulmón y tres en la espalda, por donde drenaron la sangre.

Roberto casi muere por una bala perdida, un fenómeno que produce entre una y dos víctimas mensuales en la Zona Metropolitana del Valle de México (16 delegaciones del DF, un municipio de Hidalgo y 59 del Estado de México), de acuerdo con una investigación hecha por EL UNIVERSAL. La suma total de 139 víctimas, registradas de 2006 al 15 de enero de 2015, se construyó a partir de un cruce de datos entre las cifras de la Procuraduría General de Justicia del DF (PGJDF) y una búsqueda hemerográfica. Las procuradurías del Estado de México y de Hidalgo se negaron a dar números.

Roberto dice que cuando la bala entró no sintió dolor ni miedo, sólo un calor intenso que le quemaba. A finales de 2011 estaba terminando sus estudios de gastronomía y llevaba la administración de dos taquerías en el Centro Histórico de la ciudad de México; todo lo tuvo que dejar para recuperarse de la bala que le cambiaría la vida y que lo llevaría a decir, cuatro años después, “estoy vivo de milagro”.

Los casos como el de Roberto se apilan: Hendrik Cuacuas, un niño de nueve años, murió por la herida de una bala que perforó su cráneo mientras veía una película en una sala de cine en noviembre de 2012. Ese mismo año, Susana Villanueva Arzate salía de visitar a su madre un domingo a las seis de la tarde cuando un proyectil la impactó en la cadera derecha y la mantuvo postrada dos meses. Una niña de ocho años murió al recibir un impacto en el tórax cuando caminaba en su colonia para comprar tortillas en mayo de 2013. En abril del año pasado, Paulina García murió en la puerta de su vecina, al lado de su mamá, cuando una bala le perforó el pecho. En la madrugada del 4 de enero de 2015 una trifulca entre comerciantes, que se disputaban puestos para la venta del Día de Reyes, terminó por impactar a Dalay, una niña de siete años que no volverá a caminar.

La principal característica de las balas perdidas es su aleatoriedad: pueden herir o matar a cualquiera en el lugar que sea, su propia casa, el transporte, la calle e incluso una sala de cine. No hay manera de defenderse. De acuerdo con el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), “de todas las forma de violencia con armas de fuego, la violencia por balas perdidas es la más injusta”.

Cifras de la Procuraduría

La PGJDF, en voz del subprocurador de Investigaciones de Averiguaciones Previas, Óscar Montes de Oca, establece que una víctima por bala perdida es aquella que es herida o muerta por un proyectil del que se desconoce quién lo detonó, es decir, accidentes por disparos al aire —realizados la mayoría durante festividades.

—¿Existe algún protocolo donde conste la definición de bala perdida? —se le pregunta al subprocurador.

—No, es una expresión idiomática, cultural, como ha sido siempre en el argot policial —responde el funcionario.

—¿No existe una resolución de qué es una víctima por bala perdida?

—No, jurídica no existe, no hay en el código un apartado que defina una bala perdida. No hay, tal vez

pericialmente sí lo refieran así, no estoy muy seguro.

—Entonces, ¿de acuerdo con la PGJDF la principal característica de una bala perdida es que se desconoce quién accionó el arma?

—Así es. Son los que disparan al aire, una bala que cae del cielo.

De acuerdo con esta definición, la PGJDF reporta que a lo largo de ocho años, de 2006 a octubre de 2014, se han registrado 84 víctimas de balas perdidas: 10 han sido mortales y 74 recibieron lesiones de las que no se explica la gravedad. Sus estadísticas reflejan que el grueso de los casos se concentran en los adultos de 31 a 59 años, con una incidencia de 37%, y que 73% de los accidentes sucedieron en la vía pública.

En el conteo de la PGJDF, 50% de los incidentes suceden en Iztapalapa. El subprocurador lo atribuye a las celebraciones y las fiestas patronales de los pueblos originarios.

Difícil definición

“Una de las ramas más ignorada de la violencia armada es ésta: balas perdidas”, dice María Alejandra Arocha, investigadora del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) de Colombia —el único país latinoamericano que posee un estudio sobre el tema—, que fue contactado por EL UNIVERSAL para medir el fenómeno en México a escala local.

Cerac ha medido la incidencia de balas perdidas en Colombia de 1990 a la fecha, a través del monitoreo de medios y la ayuda esporádica de datos de la policía. Su estudio se basa en una definición más amplia que la utilizada por la PGJDF: “Una bala perdida es una bala disparada intencionalmente que ocasiona heridas, mortales o no, a una persona distinta al objetivo de quien acciona el arma de fuego”.

El problema con la definición oficial, explica la investigadora, es que impide una visión más compleja y termina por minimizar el problema. En la definición del Cerac prima la intencionalidad de disparar —se excluyen los accidentes por malos manejos del arma— sobre la identificación del tirador. “Habría que pensar en ampliar el concepto a no sólo un tiro al aire, sino qué pasa con esas personas que son, lo que algunos llaman, daños colaterales, para contemplar las víctimas inocentes y generar políticas públicas de prevención”, afirma.

EL UNIVERSAL hizo una revisión en periódicos de circulación nacional y local, de 2006 a enero de 2015 en la Zona Metropolitana del Valle de México, para recopilar casos en los que se determinara el contexto en el que sucedió la lesión, con el fin de cruzar los datos con los reportados por la Procuraduría capitalina.

Los percances con bala perdida que se detectaron, según la definición más amplia del Cerac, arrojan un total de 139 casos en 109 meses, es decir, un promedio de una a dos lesiones [muertes o heridos] mensuales, 15 víctimas al año.

“Yo creo que las cifras podrían ser mayores, porque al igual que con los homicidios, no los están consignando, las autoridades parecen seguir la frase ‘si no se registra, no existe’”, dice Alejandro Jiménez Ornelas, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, sobre la incidencia del fenómeno.

Pese a la falta de una cifra consistente sobre el fenómeno, los datos reconstruidos permiten enmarcar el fenómeno: del total de casos en los que se pudo identificar el sexo, 28% fueron mujeres y 72% hombres; la mayor incidencia se concentra en las delegaciones Cuauhtémoc e Iztapalapa, en el DF, y en Naucalpan, Estado de México, cada una con 10% de los casos; le siguen, con 8%, Ecatepec y Nezahualcóyotl, en el Edomex, e Iztacalco, en el DF.

Aunque casos mediáticos como el del niño Cuacuas, quien murió en una sala de cine, abrieron debates sobre la posesión, portación y uso de armas de fuego que derivaron en la reforma al Código Penal y a la Ley de Cultura Cívica del DF —donde se estipuló una sanción hasta de cinco años de prisión a quien dispare al aire sin causa justificada—, ha pasado un año desde su aprobación y 2014 reporta la mayor cantidad de víctimas por balas perdidas, de acuerdo con el recuento hecho por este diario.

Mientras que en 2013 hubo nueve víctimas, en 2014 repuntó a 24, y de éstas, 13 fueron en contextos de violencia: asaltos, homicidios, persecusión de policías a delincuentes, discusiones y balaceras. En la cifra global, 21% fueron impactados durante asaltos; 19% sufrieron lesiones, letales o no, durante persecusiones policiales; 17% fueron víctimas de discusiones y 13% víctimas colaterales de homicidios.

Al problema de la aleatoriedad y a la incapacidad de protegerse, se suma la impunidad. Según Montes de Oca, la PGJDF no tiene una estadística que refleje en qué medida se logra hallar quién detonó el arma. “Es complicado”, dice.

La falta de una definición y de un conteo oficial de estas víctimas que son un termómetro de los índices de violencia son, según la investigadora del Cerac, un error: “Es una falencia de política pública de violencia armada no atacar otros problemas indirectos [como las balas perdidas], que si bien son menos representativos, no son menos importantes, y se dejan de lado por atender lo inmediato”.

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